jueves, 11 de abril de 2019

Socorro González-Sepúlveda Romeral: El viaje


                                                        




Para estudiar latín, fui a pasar una temporada con mi hermano, que había sido seminarista, a un pequeño pueblo de la sierra, donde ejercía de maestro. Cuando llegué, aún era invierno y restos de nieve cubrían los alcornoques. Hacía mucho frío.

Las casas, bastante humildes, eran de piedra.  Las paredes, que tenían un color grisáceo, estaban desconchadas o cubiertas de verdina. La casa en la que nos hospedábamos era una de las principales, con dos plantas, patio y corrales. En ella vivía la tía Antolina, una viuda de edad indefinida, con su padre, un viejecito siempre sentado en un sillón frente a la lumbre, y sus tres hijos. Como prolongación de la casa, en un cercado también de piedra, había un pequeño huerto. Ella hacía todo el trabajo.  No paraba un instante.  

Al lado de la tía Antolina vivían dos hermanas de mi edad. Eran huérfanas de madre y su padre se pasaba la vida en el campo. Hice amistad con ellas. Nuestra hospedera les echaba una mano y hacía las veces de madre. Era un pueblo de mujeres. La mayoría de los hombres habían emigrado y, solo quedaban los viejos y los niños. No obstante, las conversaciones giraban alrededor de los ausentes. Se contaban historias de amores desgraciados, de infidelidades, madres solteras…

Cada domingo, se celebraba un baile en un antiguo almacén, en el que colgaba una sola bombilla por toda iluminación. En un pequeño estrado estaban los músicos, eran solo dos, uno tocaba una bandurria y el otro una especie de pandero. Al baile acudía todo el pueblo y cada cual interpretaba su papel: Las mozas y mozos bailaban, los niños, sentados en el suelo, miraban, las madres, cubiertas con una manta, vigilaban desde las ventanas.

Aquel domingo, fui al baile con mis amigas y la tía Antolina, que nos hizo de madre a las tres. Bailé una y otra vez con el mismo chico, sin saber que estaba mal visto.  Era un chico del montón, ni feo ni guapo, con unos ojos pequeños, que desprendían chispitas de luz cuando reían. A la mañana siguiente, lo comentaba el pueblo entero. Mi hermano me echó una reprimenda:

─Has bailado con el más tarambana del pueblo y el más alcornoque. Prepara la maleta, mañana vuelves a casa.

Y, así fue como terminó mi viaje antes de lo previsto y, como me quedé sin aprender las declinaciones latinas. 

© Socorro González-Sepúlveda









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