Para estudiar latín, fui a
pasar una temporada con mi hermano, que había sido seminarista, a un pequeño
pueblo de la sierra, donde ejercía de maestro. Cuando llegué, aún era invierno
y restos de nieve cubrían los alcornoques. Hacía mucho frío.
Las casas, bastante humildes,
eran de piedra. Las paredes, que tenían
un color grisáceo, estaban desconchadas o cubiertas de verdina. La casa en la
que nos hospedábamos era una de las principales, con dos plantas, patio y
corrales. En ella vivía la tía Antolina, una viuda de edad indefinida, con su
padre, un viejecito siempre sentado en un sillón frente a la lumbre, y sus tres
hijos. Como prolongación de la casa, en un cercado también de piedra, había un
pequeño huerto. Ella hacía todo el trabajo.
No paraba un instante.
Al lado de la tía Antolina
vivían dos hermanas de mi edad. Eran huérfanas de madre y su padre se pasaba la
vida en el campo. Hice amistad con ellas. Nuestra hospedera les echaba una mano
y hacía las veces de madre. Era un pueblo de mujeres. La mayoría de los hombres
habían emigrado y, solo quedaban los viejos y los niños. No obstante, las
conversaciones giraban alrededor de los ausentes. Se contaban historias de
amores desgraciados, de infidelidades, madres solteras…
Cada domingo, se celebraba un
baile en un antiguo almacén, en el que colgaba una sola bombilla por toda
iluminación. En un pequeño estrado estaban los músicos, eran solo dos, uno
tocaba una bandurria y el otro una especie de pandero. Al baile acudía todo el
pueblo y cada cual interpretaba su papel: Las mozas y mozos bailaban, los
niños, sentados en el suelo, miraban, las madres, cubiertas con una manta,
vigilaban desde las ventanas.
Aquel domingo, fui al baile
con mis amigas y la tía Antolina, que nos hizo de madre a las tres. Bailé una y
otra vez con el mismo chico, sin saber que estaba mal visto. Era un chico del montón, ni feo ni guapo, con
unos ojos pequeños, que desprendían chispitas de luz cuando reían. A la mañana
siguiente, lo comentaba el pueblo entero. Mi hermano me echó una reprimenda:
─Has bailado con el más
tarambana del pueblo y el más alcornoque. Prepara la maleta, mañana vuelves a
casa.
Y, así fue como terminó mi
viaje antes de lo previsto y, como me quedé sin aprender las declinaciones
latinas.
©
Socorro González-Sepúlveda
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