A Pepín Rodríguez le gustaban
las películas de vaqueros, pero no esas que el protagonista se enamora de la
hija del más rico del pueblo, siendo más pobre que una rata, y en la que el
futuro suegro se niega a entregar a su bella hija a un desharrapado. Las que le
gustaban eran las que le hacían vibrar, los indios presentándose con sus
pinturas de guerra sobre unos preciosos corceles, y al verlos… vaqueros y
ganado corrían despavoridos en medio de una gran polvareda. Las flechas volaban
y la roja sangre se deslizaba lentamente a través de las verdes praderas.
¿Qué hace? ¿Está tonto? Y
Pepín pidió un centenar de disculpas, ¡Perdón, perdón!, que no fueron aceptadas,
por haber manchado de kétchup la blanca camisa del ejecutivo con el que estaba en
negociaciones.
Una mano le zarandeaba. ¿A
quién pides perdón? Era Paquita, su novia de tantos años, emocionada, porque estaban
en el cine, viendo justo esa escena en que Robert Redford le lava la cabeza a
Meryl Streep.
¡Qué susto! De nuevo su
imaginación le había jugado una mala pasada.
‒¡Ay, Paqui, he soñado algo
horrible, me echaban del trabajo, Paqui, me echaban!
‒Pepín, cada vez estás más
atontado, si estás en el paro.
Qué manera más desagradable
de volver a la cruda realidad, y encima ni siquiera aparecía en la pantalla
grande la escena del accidente de la dichosa avioneta en la que muere ese
guaperas.
© Marieta Alonso Más
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