La caja de madera con las dos iniciales
entrelazadas en el centro, le dieron un vuelco al corazón. La había
traído un muchacho esa misma tarde al dar las cuatro en la campana de la
iglesia. Cuando se recompuso de la impresión, sentado en una butaca la
abrió y leyó el papel amarillento. Se vistió de riguroso luto, se caló
el sombrero hongo que guardaba en el altillo y que tanta gracia le hacía
a ella.
Pareces un falso inglesito con ese sombrero ridículo, le
soltaba entre burlas y desprecios consabidos. Él bajaba la cabeza y le
ofrecía el ala del sombrerete de marras, para que ella con un certero
golpe del dedo se lo lanzara hacia atrás.
—Pero con tu aspecto tan morucho, ¿a qué
disfrazarte de lo que no eres? —le repetía, y se alejaba dejando tras
ella una estela de perfume y decepción.
Iba desgranando medio siglo de recuerdos
en esa tarde negruzca y cálida, mientras se dirigía, con pasito corto
de hombre apocado, a la casa, hoy venida a menos y en su día espléndida,
de la única mujer a la que había amado. Pese a sus siete hijos,
cuarenta nietos y una viudedad larga y tan descolorida como fue su
matrimonio, su corazón seguía latiendo con solo oír pronunciar su
nombre, Analisa.
Cuando la conoció, arrebatada entre las
luces de unos fuegos artificiales que su marido, respetado y maduro
general de fabulosas patillas y héroe de la guerra de la Independencia,
ofrecía a la ciudad de Ocampo, en la que él, Edelmiro, representaba a la
rica burguesía, que tanto ayudó al triunfo de las tropas, Analisa le
pareció de una belleza extraña. Alta, morena y huesuda, con un moño
estirado en lo alto de la cabeza, unos gestos de amazona impertinente y
unos brazos y dedos cuajados de joyas. Un ídolo al que había que adorar.
Él se quedó embobado, no solo por su imponente presencia, sino porque
cuando cesaron los fuegos pudo comprobar que tenía los ojos de diferente
color. Uno verde como un lago inesperado y el otro rojizo. Con el
tiempo supo que se debía a un accidente jugando con su hermano, pero
ella contaba diferentes versiones: una espina que se le clavó al tener
que huir al galope de unos atracadores, un padre perverso que la amenazó
con un carbón al rojo, y la chispa que se desprendió, le tiznó el ojo
del color de la brasa. Pero al mirarla de frente, Edelmiro sufrió una
insoportable combustión de todo su ser, que nunca le abandonó.
La siguió por los paseos, dio
recepciones para que acudiera a su casa, organizó festejos para que ella
fuera la reina y Analisa, apoyada en el brazo y la consideración de su
respetado esposo, el héroe, deambulaba por su corazón y los salones con
igual soltura y desfachatez.
Un día sus desiguales ojos le prometían
el cielo, con tal intensidad, que Edelmiro estaba dispuesto a abandonar
esposa y siete hijos y ofrecerle el mundo y el mar solo para ella.
Otras, recorría un lugar sin apenas percatarse de su presencia, o
parecía no reconocerle cuando le hablaba.
La gente empezó a murmurar de ella,
loca, caprichosa, de dudoso origen y arrebatada por las joyas con las
que se recubría, dándole un aire vulgar, según las señoras entendidas y
apoltronadas en sus prestigiosos apellidos. Pero nada desanimaba al
atento y lejano amante, pues ella nunca aceptó ninguna declaración de
él. Siempre le respondía con una broma, como la del sombrero hongo, o de
otro estilo aún más mordaz.
Pero el tiempo fue pasando. Se quedó
viuda del héroe, la gente dejó de llamarla y la otrora espléndida
Analisa se fue ajando como el recuerdo del imponente marido.
Pese a seguir cubierta de joyas,
Edelmiro supo que el esplendor de las mismas era falso, pues tuvo que
vender y empeñar muchas de ellas para seguir subsistiendo, pero nunca
hubo una queja, ni una cara de apocamiento. Y una tarde, traspasado como
siempre su corazón de inevitable aunque irresoluto amor, se presentó en
su casa y le ofreció una joya que había encargado en Paris para ella,
hacía mucho tiempo y nunca se atrevió a dársela. Se la entregó en la
penumbra de una tarde como la de hoy, negruzca y bochornosa, en la que
se podía oír el caer de una hoja y el trino mortecino de algún pájaro.
Cuando ella abrió la caja de madera con
sus iniciales grabadas, se quedó sorprendida al ver esos dos animales
entrelazados, dos cocodrilos unidos y amenazantes a la vez. Uno con los
ojos de rubí y el otro de esmeralda.
— ¿Así me ves? Como un animal peligroso.
— No, así son tus ojos. Uno de pasión, otro de esperanza, y así te amo yo.
Ella guardó la caja y le besó
prolongadamente. Edelmiro temblaba y fue tanta la emoción que perdió el
sentido. Se despertó entre almohadones, abanicado por Analisa que se
reía.
— Mi pobre morucho, eres demasiado sensible.
Le devolvió su sombrero hongo. Él
avergonzado bajó la cabeza para que ella se lo empujara con el dedo,
pero esta vez se lo caló con las dos manos y volvió a besarle. Que no
jugara a lo que no era, ni inglés, ni amante fogoso, le aseguró
sonriente.
La frase que acababa de leer en el papel
amarillento de la caja, incrustado entre las bocas de los cocodrilos,
“A mi manera morucho, yo también te quiero”, le golpeaba de tal manera
el corazón, que no pudo llegar a la casa de ella a darle el último
adiós.
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