martes, 13 de agosto de 2019

Malena Teigeiro: El amante



Esperaba fuera del umbral, apoyada en la encalada pared, el cigarro entre los labios pintados de rojo y la cara levantada, como un lagarto al sol. De vez en cuando se llevaba la mano a la sien. Quizá buscaba una caricia o intentaba tapar algún golpe. Luego la bajaba hacia la nuca, libre del cabello recogido en un moño debajo del sombrero. Arrogante, mostraba el cuello blanco, largo y esbelto como una columna griega. Hacía años que no llevaba el collar de los cocodrilos. Pero aquella mañana, con la altanería que nunca había perdido, olvidados sus miedos, quería que todos la vieran con las joyas puestas.

Sólo tenía dieciocho años cuando contrajeron matrimonio, ella ya encinta. Después tuvieron otros dos. Los tres fueron para él el medio de asegurar los beneficios esperados. Siempre pensó no los quería, que tuvo los hijos igual que el que compra terneros en la feria para dejarlos engordar en los pastos y venderlos bien.

Cuando lo conoció era alto, moreno, con el pelo negro en suaves ondas y los ojos verdes como las olivas. La esperaba a la salida de la iglesia, primero, después galopaba por los campos hasta encontrarla. Y ella, una calurosa tarde de verano, debajo de los carrascales, se le entregó. A partir de entonces solo deseaba ser la única que recibiera sus besos. Y él, que enseguida lo supo, llevado por el deseo de hacerse dueño de su patrimonio, sabiéndola loca de deseo, enamorada, la besaba, y poseía una y otra vez hasta que colocó la hacienda a sus pies, sin escuchar la voz de su ama, que le avisaba de sus manejos.

Poco a poco fue perdiendo las formas y sin importarle la humillación a la que la sometía, llenó la casa de jóvenes, de sus asistentes, los llamaba, y que, antes o después, igual que llegaron sin saber nadie de dónde, se fueron. Ella callaba, finge que no se entera hasta que una noche al entrar en el dormitorio, se encontró con que el último estaba acostado en su cama, entre los lienzos de su ajuar. Cerró la puerta y no volvió a entrar.

Llegó invitado, pero no se supo nunca por quién, a una velada. Era delgado, de tez clara y pelo castaño, con ojos azules de parpadeo lánguido. Él, en cuanto lo vio, enloqueció de amor. Lo vestía con terciopelos y encajes, como una mujer, sin importarle que los trabajadores de la finca lo vieran. Y lo llenó de joyas, de esas joyas en forma de reptiles que a él tanto le gustaban. Hasta puso encima de la mesilla de noche su fotografía con el collar de cocodrilos que le había regalado a ella en su compromiso. Cuando lo sentó a la mesa, se levantó y no volvió a hablarle.

Y ahora ninguno de los dos estaba. Uno había huido por el terror al contagio del VIH. Y a al otro se lo acababa de llevar la misma miserable enfermedad durante la noche.

Cuando el nuevo administrador la despertó para decirle que había fallecido, ella le dio las gracias y se dio media vuelta. El ama, ya vieja y renqueante, abrió las ventanas y la luz de la lasciva luna cayó sobre las sábanas que la cubrían, como lo hacía su esposo antes de abandonarla. Niña, vélalo, le rogó la anciana, aunque solo sea para que te vean. Pero se negó a hacerlo. Se puso la bata y mientras tomaba un café, le pidió que le dijera al administrador que en media hora lo esperaba en el despacho. Sentada en el sillón de su padre, se reclinó con la mirada fija en la puerta. Al verlo entrar, altanera, sin siquiera saludarlo, se levantó y acercándose, le pidió la llave de la caja fuerte. El hombre la miró. Untuoso, se retorcía las manos. María, hay que esperar a abrir el testamento, dijo. Ella, bastante más alta que él, le colocó la mano en el hombro. Se la entregaba o salía despedido en aquel mismo instante. Levantó la cabeza y la miró como ratón temeroso. Si quería seguir manteniendo a su familia del mismo modo que hasta ese momento, más le valía recordar que ella era y siempre fue la dueña de todo. Y que el testamento habría que abrirlo cuando ella falleciera. Él, chaparro, muy moreno, de nariz aguileña, dobló la nuca, introdujo la mano en el pantalón y sacó un manojo de llaves colgado de una cadena. De la argolla dorada, comenzó a desenroscar una grande, larga.

—¿Te la abro?

Entrecerrando los ojos, lo contempló de arriba abajo. Agarró con fuerza la llave que le entregaba. Él dobló todavía más la nuca. Le vio la raya del pelo. En aquel instante se convirtió en el más servil de los empleados. Lentamente, se sentó a la mesa del despacho. Él continuó de pie, con las manos cruzadas como niño pidiendo perdón. Se acabaron las risas de vino y sexo en la casa, le dijo. Los ninguneos a su persona, las sisas y las cuentas mal hechas, los regalos y las visitas a la ciudad, bien sabía ella a dónde. Él se dio la vuelta.

—Espere. Todavía no le he dicho que se fuera —el hombre trémulo escuchó sus palabras. Era la primera vez que lo trataban de usted—. Cuando salgan los restos de mi esposo por la puerta, quiero que antes se haya ido todo el que vive en esta casa a mi costa. Y que como se hacía antiguamente con los criados, revise usted las maletas y recoja cualquier cosa que no hubieran traído el día que mi esposo les permitió la entrada en esta casa.

—¿También los regalos? —levantó la cabeza asustado.

—Aquí no hubo regalos, hubo finezas, cortesías en metálico y en especie, por lo que me consta, bien cuantiosas. Le recuerdo que todos fueron pagados con mi dinero sin mi permiso. Por tanto, lo que de ellos quede, pertenece a esta casa —el rabioso y amargado puño de María golpeaba la mesa haciendo temblar todo lo que había encima.

—Lo que ordene, doña.

Con un ligero gesto de mano, le indicó que se marchara. Después de cerrarse la puerta, se volvió hacia la caja fuerte. Al abrirla, lo primero que vio fueron los cocodrilos. Los sacó, y también la serpiente que se enroscaba en la muñeca formando una pulsera. Recogió las joyas. Las contemplaba con un leve y triste movimiento de cabeza. Detrás de ellas salieron otras. Recordó la finca del canto, la del prado alto... Cerró la caja con fuerza y con los cocodrilos y la serpiente en la mano, volvió a la habitación en la que dormía. Entró en el baño y frotó con agua y jabón las joyas. Se vistió con una blusa roja, la falda pantalón negra, el chaleco de clavos y el negro sombrero de fieltro de ala ancha, el mismo que llevaba aquella tarde en los carrascales. Después, se puso el collar de cocodrilos y la serpiente en la muñeca. Escuchó que llamaban a la puerta. Entre, dijo imperiosa. Ya se lo llevan, doña María. ¿Y ellos? Ya no queda nadie. Todo lo que era de la casa, como usted me ordenó, lo he dejado en el despacho. Dicen que la van a demandar. Ella se encogió de hombros.

Era la una del mediodía cuando abrió la puerta del zaguán. El sol caía como oro derretido sobre los empleados de la finca que, respetuosos, con los sombreros en la mano, esperaban. Salió. Se apoyó en la pared, encendió un cigarro, y esperó. Oía los cuchicheos. Sentía recorrer sobre los cocodrilos las miradas. Pasó los dedos por encima de la joya en una retadora caricia. Cuando el túmulo desfiló por delante de ella, le dio una calada al cigarro y dirigió la vista al cielo.

Ya no escuchaba las pisadas sobre la tierra, ya no oía el rezar del cura. Entró en la casa y cerró las puertas.

Irrumpió en el dormitorio, en el que había sido de sus padres, en el que ella tanto le amó. Todavía rodeaban el lecho los cuatro cirios, los restos marchitos de las flores. Con un grito, que dicen se escuchó más allá de las montañas, arrancó las sabanas. Abrió la ventana y las arrojó al viento.

Allá a lo lejos, en el pequeño cementerio, creyeron ver palomas blancas revoloteando en cielo.




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