Esperaba fuera del umbral, apoyada en
la encalada pared, el cigarro entre los labios pintados de rojo y la
cara levantada, como un lagarto al sol. De vez en cuando se llevaba la
mano a la sien. Quizá buscaba una caricia o intentaba tapar algún golpe.
Luego la bajaba hacia la nuca, libre del cabello recogido en un moño
debajo del sombrero. Arrogante, mostraba el cuello blanco, largo y
esbelto como una columna griega. Hacía años que no llevaba el collar de
los cocodrilos. Pero aquella mañana, con la altanería que nunca había
perdido, olvidados sus miedos, quería que todos la vieran con las joyas
puestas.
Sólo tenía dieciocho años cuando
contrajeron matrimonio, ella ya encinta. Después tuvieron otros dos. Los
tres fueron para él el medio de asegurar los beneficios esperados.
Siempre pensó no los quería, que tuvo los hijos igual que el que compra
terneros en la feria para dejarlos engordar en los pastos y venderlos
bien.
Cuando lo conoció era alto, moreno, con
el pelo negro en suaves ondas y los ojos verdes como las olivas. La
esperaba a la salida de la iglesia, primero, después galopaba por los
campos hasta encontrarla. Y ella, una calurosa tarde de verano, debajo
de los carrascales, se le entregó. A partir de entonces solo deseaba ser
la única que recibiera sus besos. Y él, que enseguida lo supo, llevado
por el deseo de hacerse dueño de su patrimonio, sabiéndola loca de
deseo, enamorada, la besaba, y poseía una y otra vez hasta que colocó la
hacienda a sus pies, sin escuchar la voz de su ama, que le avisaba de
sus manejos.
Poco a poco fue perdiendo las formas y
sin importarle la humillación a la que la sometía, llenó la casa de
jóvenes, de sus asistentes, los llamaba, y que, antes o después, igual
que llegaron sin saber nadie de dónde, se fueron. Ella callaba, finge
que no se entera hasta que una noche al entrar en el dormitorio, se
encontró con que el último estaba acostado en su cama, entre los lienzos
de su ajuar. Cerró la puerta y no volvió a entrar.
Llegó invitado, pero no se supo nunca
por quién, a una velada. Era delgado, de tez clara y pelo castaño, con
ojos azules de parpadeo lánguido. Él, en cuanto lo vio, enloqueció de
amor. Lo vestía con terciopelos y encajes, como una mujer, sin
importarle que los trabajadores de la finca lo vieran. Y lo llenó de
joyas, de esas joyas en forma de reptiles que a él tanto le gustaban.
Hasta puso encima de la mesilla de noche su fotografía con el collar de
cocodrilos que le había regalado a ella en su compromiso. Cuando lo
sentó a la mesa, se levantó y no volvió a hablarle.
Y ahora ninguno de los dos estaba. Uno
había huido por el terror al contagio del VIH. Y a al otro se lo acababa
de llevar la misma miserable enfermedad durante la noche.
Cuando el nuevo administrador la
despertó para decirle que había fallecido, ella le dio las gracias y se
dio media vuelta. El ama, ya vieja y renqueante, abrió las ventanas y la
luz de la lasciva luna cayó sobre las sábanas que la cubrían, como lo
hacía su esposo antes de abandonarla. Niña, vélalo, le rogó la anciana,
aunque solo sea para que te vean. Pero se negó a hacerlo. Se puso la
bata y mientras tomaba un café, le pidió que le dijera al administrador
que en media hora lo esperaba en el despacho. Sentada en el sillón de su
padre, se reclinó con la mirada fija en la puerta. Al verlo entrar,
altanera, sin siquiera saludarlo, se levantó y acercándose, le pidió la
llave de la caja fuerte. El hombre la miró. Untuoso, se retorcía las
manos. María, hay que esperar a abrir el testamento, dijo. Ella,
bastante más alta que él, le colocó la mano en el hombro. Se la
entregaba o salía despedido en aquel mismo instante. Levantó la cabeza y
la miró como ratón temeroso. Si quería seguir manteniendo a su familia
del mismo modo que hasta ese momento, más le valía recordar que ella era
y siempre fue la dueña de todo. Y que el testamento habría que abrirlo
cuando ella falleciera. Él, chaparro, muy moreno, de nariz aguileña,
dobló la nuca, introdujo la mano en el pantalón y sacó un manojo de
llaves colgado de una cadena. De la argolla dorada, comenzó a
desenroscar una grande, larga.
—¿Te la abro?
Entrecerrando los ojos, lo contempló de
arriba abajo. Agarró con fuerza la llave que le entregaba. Él dobló
todavía más la nuca. Le vio la raya del pelo. En aquel instante se
convirtió en el más servil de los empleados. Lentamente, se sentó a la
mesa del despacho. Él continuó de pie, con las manos cruzadas como niño
pidiendo perdón. Se acabaron las risas de vino y sexo en la casa, le
dijo. Los ninguneos a su persona, las sisas y las cuentas mal hechas,
los regalos y las visitas a la ciudad, bien sabía ella a dónde. Él se
dio la vuelta.
—Espere. Todavía no le he dicho que se
fuera —el hombre trémulo escuchó sus palabras. Era la primera vez que lo
trataban de usted—. Cuando salgan los restos de mi esposo por la
puerta, quiero que antes se haya ido todo el que vive en esta casa a mi
costa. Y que como se hacía antiguamente con los criados, revise usted
las maletas y recoja cualquier cosa que no hubieran traído el día que mi
esposo les permitió la entrada en esta casa.
—¿También los regalos? —levantó la cabeza asustado.
—Aquí no hubo regalos, hubo finezas,
cortesías en metálico y en especie, por lo que me consta, bien
cuantiosas. Le recuerdo que todos fueron pagados con mi dinero sin mi
permiso. Por tanto, lo que de ellos quede, pertenece a esta casa —el
rabioso y amargado puño de María golpeaba la mesa haciendo temblar todo
lo que había encima.
—Lo que ordene, doña.
Con un ligero gesto de mano, le indicó
que se marchara. Después de cerrarse la puerta, se volvió hacia la caja
fuerte. Al abrirla, lo primero que vio fueron los cocodrilos. Los sacó, y
también la serpiente que se enroscaba en la muñeca formando una
pulsera. Recogió las joyas. Las contemplaba con un leve y triste
movimiento de cabeza. Detrás de ellas salieron otras. Recordó la finca
del canto, la del prado alto... Cerró la caja con fuerza y con los
cocodrilos y la serpiente en la mano, volvió a la habitación en la que
dormía. Entró en el baño y frotó con agua y jabón las joyas. Se vistió
con una blusa roja, la falda pantalón negra, el chaleco de clavos y el
negro sombrero de fieltro de ala ancha, el mismo que llevaba aquella
tarde en los carrascales. Después, se puso el collar de cocodrilos y la
serpiente en la muñeca. Escuchó que llamaban a la puerta. Entre, dijo
imperiosa. Ya se lo llevan, doña María. ¿Y ellos? Ya no queda nadie.
Todo lo que era de la casa, como usted me ordenó, lo he dejado en el
despacho. Dicen que la van a demandar. Ella se encogió de hombros.
Era la una del mediodía cuando abrió la
puerta del zaguán. El sol caía como oro derretido sobre los empleados de
la finca que, respetuosos, con los sombreros en la mano, esperaban.
Salió. Se apoyó en la pared, encendió un cigarro, y esperó. Oía los
cuchicheos. Sentía recorrer sobre los cocodrilos las miradas. Pasó los
dedos por encima de la joya en una retadora caricia. Cuando el túmulo
desfiló por delante de ella, le dio una calada al cigarro y dirigió la
vista al cielo.
Ya no escuchaba las pisadas sobre la tierra, ya no oía el rezar del cura. Entró en la casa y cerró las puertas.
Irrumpió en el dormitorio, en el que
había sido de sus padres, en el que ella tanto le amó. Todavía rodeaban
el lecho los cuatro cirios, los restos marchitos de las flores. Con un
grito, que dicen se escuchó más allá de las montañas, arrancó las
sabanas. Abrió la ventana y las arrojó al viento.
Allá a lo lejos, en el pequeño cementerio, creyeron ver palomas blancas revoloteando en cielo.
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