Fue una época difícil aquel
año en que emigré de mi pueblo, una calurosa mañana de mediados de agosto. Un
accidente se llevó a mi marido, y como la llave de la despensa era él, me
encontré en una situación bastante delicada con tres hijos de diez, ocho y seis
años.
Pagué el último recibo de alquiler, lo que debía en la tienda de
abarrotes, metí nuestra ropa en una maleta y con el poco dinero que quedó los
cuatro de la familia nos subimos al primer autobús que pasó, toda la noche
viajando y llegamos a Madrid, a primera hora de la mañana.
Me acerqué temerosa a la
primera iglesia, no era mi costumbre visitarlas, me atendió una mujer que dijo
ser la asistente social de Cáritas, me prometió plaza para los tres niños en el
colegio público más cercano, eso sería en septiembre, y me dio la dirección de
una señora del barrio que necesitaba ayuda.
Allí nos fuimos, los cuatro de
uno en uno estuvimos tocando el timbre de la puerta. No había nadie. Una vecina
salió a fisgonear y me dijo que fuera al parque de enfrente y me señaló a una
señora de cabeza cana y cuerpo frágil que dormitaba en uno de los bancos.
La rodeamos, sin hablar le
entregué la nota que me había dado la de Cáritas, dijo llamarse Amparo, le
conté la historia de mi vida, y con gesto de hastío, ordenó:
‒Venga conmigo y deje de
quejarse.
La casa era muy espaciosa y
no estaba mugrienta, solo el polvo se había hecho dueño de los rincones y las
estanterías. La señora iba detrás de mí inspeccionando mi trabajo. Quedó
complacida porque al final me dio la dirección de un bufete, para que fuera
allí de inmediato. Mientras tanto ella le daría de merendar a los niños, que no
tuviera temor que sabría cuidar de ellos.
Me presenté en el
departamento de Recursos Humanos de aquella oficina y conseguí el empleo. El
horario para la limpieza de todos los despachos sería de seis de la tarde a
diez de la noche, de lunes a viernes.
Corrí a darle la feliz
noticia a Amparo, que la escuchó complacida, los niños estaban viendo la
televisión muy modositos. No paraba de estrujarme las manos, no sabía cómo
decirle que necesitábamos un lugar dónde dormir, comencé a despedirme y me
llevó aparte, ella vivía sola, si le hacía la comida, le tenía limpia la casa,
y le recordaba tomar los medicamentos, podríamos ir a vivir con ella.
‒¿Los cuatro? ‒pregunté.
‒No pretenderás que duerman
en la calle ‒contestó.
Los niños levantaron
asustados la cabeza.
Gracias a Cáritas y a esa
mujer que, haciendo honor a su nombre, nos amparó, logramos salir adelante. Mis
hijos pudieron estudiar, ahora tienen un buen trabajo, me jubilé cuando llegó
la hora y hoy ayudo en esa parroquia a personas que se hallan como en aquel
entonces me encontraba yo. Y les digo que no desesperen que si siendo yo tan
poco dada a rezos, Dios me ayudó tanto, a ellas con mayor razón.
© Marieta Alonso Más
Bonita historia, Marieta. Ojalá todo el mundo actuase así.
ResponderEliminarHay mucha gente buena. Besos
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