Hace muchos, muchos años, en una alejada aldea vivía un
pobre loco. No era hablador. Todo lo contrario. Y por absurdo que pareciera se
le veía dolorosamente feliz.
Cuando murieron sus padres vendió la pequeña casa de adobe
y compró un terreno poblado de árboles. Dialogaba con ellos como si intentara
que aprendieran a caminar y formaran una cerca marcando la linde de su parcela.
No consiguió convencerles, por lo que fue pidiendo permiso uno a uno para que
se dejaran talar y el viento trajo la autorización.
Marcó con su inicial una serie de ellos que comenzó a
cortar a unas pulgadas de la base. Otro del poblado, que también tenía fama de
faltarle un hervor, se acercó y sin decir palabra se puso a ayudarle, talando a
ras de tierra a los que tenían una gruesa raya en rojo. Luego, entre los dos
partieron los troncos, todos del mismo tamaño, y comenzaron a apilarlos a pocos
pasos de los tocones que formaban un rectángulo.
Unos troncos se convirtieron en una espaciosa choza, con
el tejado a dos aguas y muchos vanos para que entrara la luz y el aire, mas no
la lluvia que para eso pusieron unas hojas abatibles que se abrían hacia el
exterior. Otros se fueron transformando en una mesa alargada, en seis
taburetes, tres bancos alrededor de las paredes, dos camas… Todo tallado con
esmero y de gran belleza.
Cavaron un profundo hoyo en el patio algo alejado de
la casa, que milagrosamente se convirtió en un pozo. Se rascaron la cabeza sin
dejar de contemplar el borboteo del agua, y sin decir palabra se marcharon
rumbo a la capital. Regresaron a la semana con una tina enorme y espectacular
que, en vez de colocarla dentro de la casa, la pusieron al lado del pozo. Todo
un día y toda una noche estuvieron sentados dentro del desmesurado recipiente
pensando, pensando… Y al día siguiente se fueron a ver al herrero, que escuchó
con atención lo que le pedían.
A la semana, aquel que tenía por oficio trabajar el
hierro, seguido por los hombres del pueblo, colocó un artilugio que iba del
pozo a la bañera y echaba agua al subir y bajar una palanca. Con agua
cristalina la llenaron. Y sin percatarse de la multitud, los dos orates, uno
primero y otro después se desnudaron y por turnos se dieron su primer baño. Al
ver aquello los demás pensaron que estaban embriagados de alcohol, pero no. Era
puro placer.
Con el calor del sol y tanta agua derramada por el
desagüe comenzó a brotar la fina hierba. Se volvieron a rascar la cabeza y fueron
sembrando a una distancia prudencial alrededor del baño, un haya para
consagrarla a Júpiter, un ciprés para Cibeles, un laurel para Apolo, y una palmera
para las Musas…
La muchedumbre venía cada día a ver el espectáculo del
baño, pobres lunáticos pensaban al principio, hasta que pidieron hacer lo mismo
que ellos, pero no se lo permitieron, salvo previo pago de una tarifa.
Y el negocio prosperó.
©
Marieta Alonso Más
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