No perdió tiempo. Unos
instantes antes de expirar siguió las instrucciones que le había dado su
madrina y sintió una levedad a la que tenía que acostumbrarse. Se vio acostado,
pálido, en aquel ataúd, rodeado de familiares y amigos, se acercó a su madre y
le dio un beso, ella dio un respingo sin saber lo que había pasado. Abrazó a su
madrina, que cerró los ojos e hizo un gesto como si abarcara algo o a alguien.
Sonrió.
Primero conocería La Habana,
capital de su isla, la más grande de las Antillas, la de la azúcar de caña. De
niño pensaba que las palmeras reales con lo bonitas que eran, serían tan dulces
como el tocinillo del cielo que preparaba su madre, que los palacios coloniales
estaban hechos a base de cascos de guayaba con queso crema, que a las mujeres
había que probarlas, su padre se lo dijo un día, y su madre sabía a arroz con
leche, su madrina a dulce de leche cortada, su tía a majarete y ¿las demás?
Pues a natilla, a bocado de la reina, a buñuelos de yuca, a coquito prieto, a
boniatillo, a flan de calabaza… Una tarde estando en la calle su madre le
regañó, y le prohibió pasar la lengua por el brazo de nadie.
Nada más pensar en la Villa
de San Cristóbal de La Habana, así la llamó Diego Velázquez de Cuéllar cuando
la fundó en 1519, se vio ante la puerta de la catedral, una de las más antiguas
de América, esa que describió Alejo Carpentier como «música convertida en
piedra». Entre la catedral y la plaza se
estuvo toda la mañana, hasta que se dio cuenta que no se había presentado en la
sede de la asociación de fantasmas habaneros para darse a conocer.
Los veinte fantasmas que
estaban echando una partida de dominó le recibieron con una sonrisa del tamaño
del plátano macho, ¡ay, los tostones, los plátanos maduros fritos! Era lo que
más le gustaba estando vivo, aparte de los dulces, del arroz congrí, de la
langosta enchilada, de la ropa vieja, el lechón asado, el ajiaco, el tasajo...
Se ofrecieron a servirle de
guías turísticos y sin esperar a que dijera sí le llevaron a «El Morro», con el
puerto a sus pies, recorrieron las calles animadas de la Habana vieja, que no
supo si recrearse en los palacetes o en el andar cadencioso de sus mujeres, en
la plaza de Armas se quedó quieto ante Carlos Manuel de Céspedes con ánimo de
conversar un rato, admiró el palacio de los Capitanes Generales, se sentó en la
plaza Vieja, fue al Centro Gallego, bebió cerveza Hatuey, y después de visitar
un ritual de santería se dejó llevar por la sensualidad de la rumba.
Olía a asfalto, a sudor, por
el ritmo trepidante de la música, no tenía constancia de las horas, de los días
que llevaba de un lado para otro, se sentía como nunca se había sentido, feliz.
Pidió un guarapo y casi se traga una mosca. Sus nuevos amigos le aconsejaron
paciencia, tenía una eternidad para ver todo lo que quisiera.
Gracias, Luna, nunca imaginé
que el viajar brindara tantas satisfacciones y conocimientos. Seré un fantasma
tan alegre, tolerante y bonachón, como cuando de niño te decía al oído que eras
a quien más quería, pero que no lo supiera mamá.
© Marieta Alonso Más
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