—¿Dónde está el muerto?
Si esperaba que mi vecina agradeciera las molestias que me había tomado para decorar el jardín con velas y flores, estaba equivocada. A veces cometo el error de creer que la gente es más amable de lo que su naturaleza le permite. Sin embargo, he de confesar que la fiesta que habíamos urdido (sí, la palabra es urdido) no era más que un complot para quitarnos de encima a Victoria.
Había llegado a la urbanización con su primer marido del que estaba a punto de separarse, mejor dicho, él la iba a abandonar por otra. Cosa que cuando la conocimos y vimos el trato que le daba a ese pobre hombre, no nos sorprendió: hambriento de afecto había agotado sus reservas de cortesía y recurrido a brazos más cálidos. La ausencia de un varón en su vida hizo que ella se acercara a nosotras.
La vida en esta pequeña comunidad de vecinos era apacible, sin demasiados contratiempos ni dramas apocalípticos. Organizábamos reuniones en invierno y fiestas de jardín en verano, en las que el tono general era la cordialidad, esa sana diversión de gente educada que solo quiere pasar un buen rato. Hasta que apareció ella.
Llegaba contoneándose y alzando la voz para contrarrestar su baja estatura en un alarde de llamar la atención. Las demás le sonreíamos, obviando sus comentarios a veces agresivos, como lo de preguntar dónde estaba el muerto. Esa gracia se debió a las velas que habíamos colgado de los árboles.
Tuvimos unos pocos años de tranquilidad cuando consiguió su segundo marido, durante los cuales, como tortolitos, se refugiaron en su casa y no asistían a los eventos. Hasta que el susodicho conoció a otra y, al igual que el primero, partió sin ella.
Desde entonces, aparecía por sorpresa en cualquiera de nuestras casas, se auto-invitaba a comer, cenar o lo que se terciara, hasta intentó incluirse en nuestro club de lectura, aunque allí se encontró con la excusa del numerus clausus.
—Tenemos que encontrarle un novio. Alguno de vuestros maridos tendrá un amigo, conocido, compañero de trabajo. Lo que sea —dijo Carlota.
—Es verdad —contesté—. En cuanto huela testosterona, se encerrará y nos dejará en paz.
Ese fue el origen de la fiesta con velas. Aquella a la que le faltaba el muerto. O quizás, no. El finado sería ese pobre hombre al que ella eligiera, porque moriría, sí, pero de aburrimiento, antes de huir como de la peste.
La víctima se llamaba Fermín. Antiguo compañero de colegio de mi marido de visita en nuestro país para ver a su familia. Desde hacía años su trabajo de arqueólogo lo trasladaba de una excavación a otra en diferentes lugares del mundo.
—¡Genial! —casi gritó Carlota—. Se la llevará lejos.
Pero las cosas no salieron según lo previsto. Fermín, demasiado sensible como para soportar la vulgaridad de Victoria, prefirió el refinamiento de Agustina. Profesora de historia, tímida y de modales contenidos, era de esas personas que escuchan, aprenden y cuyos silencios, más que hacer pensar a su interlocutor que está aburrida, lo convence de una inteligencia madura y receptiva.
No se separaron en toda la noche. Desde lejos, nosotras, las urdidoras del complot, esperábamos que en cualquier momento se dispararan fuegos artificiales. No fue así, ambos eran demasiado discretos, pero cualquier buen observador se daba cuenta de la magia que los envolvía.
Y la come-hombres, indignada por no ser la elegida, ella, una hembra alfa abatida por una insulsa con poco pecho, se marchó con sus pasos cortos y la melena al viento.
No sabemos cuánto durará su ausencia, pero algo es algo.
En realidad, visto a la distancia, la fiesta fue un éxito, aunque no hubiera un muerto. Habíamos emparejado a dos seres encantadores y alejado, al menos por un tiempo, a otro tóxico.
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