Cuando le escuchó que la culpa era de
la luna llena, alarmada, le dijo que esa noche no había. Él, inquieto,
perturbado, moviéndose de un lado a otro, murmura que si no sabe que la
niebla que la cubre trae mala suerte, que hay que bañarse en el agua del
mar para huir de sus oscuras sombras. Sin mirarla, se viste exaltado.
Confunde los botones al abrocharse la camisa, quedándosele una punta más
larga que la otra, pero no le importa.
“Tengo que hacerlo.” Le susurra
al oído mientras la besa. Quería huir de las malas almas. De la parca.
De los lobos que aúllan reclamando a la luna su sombra. Se despidió con
un leve movimiento de la mano. Impaciente, cerró la puerta. Ella se
llevó los dedos a los labios en el vano intento de retener el beso. Se
acercó a la ventana, pequeña, verde, con seis cristales. Lo vio bajar,
saltando sobre las rocas cubiertas de algas, que como palmas marchitas
lo agarraban. Iba alegre. Iba a bañarse en la playa, a purificarse en el
agua del mar teñido por la cola de plata. Al principio corría tras él,
pero ahora no. Y dejó de hacerlo porque le asustaba la música que
derramaba el mar al batir en la arena. Era turbia, extraña. Al menos
ella nunca la había escuchado antes. Cerró la ventana llorando.
Era un hombre simpático. Y buen mozo.
Alto, moreno, fatuo; de pelo ondulado largo y brillante que velaba sus
ojos negros y acariciadores, a veces de mirar torcido. Nada más
conocerlo se enamoró y desde entonces vivían juntos en la casita blanca
del faro, justo al borde de las rocas que bajan hasta el mar. Cuando le
preguntó por qué no se casaban, le contestó que más valía vivir en
pecado que dejar pistas de la felicidad a las malas almas. Y la abrazó
sin más.
Pasado el tiempo se sentía yerma,
triste, y decidió volver a trabajar, pero su suegra, hierática,
insolente, le indicó que no podía hacerlo, que a su hijo no le sentaba
bien que lo dejaran solo. Que no se preocupara, que nunca le iba a
faltar el dinero. “Nietos, eso es lo único que te pido. Nietos”, repetía
con el dedo amenazante. Con la misma mirada torcida, abrió el bolso y
le puso en la mano un puñado de billetes.
Y aquella noche, como siempre desde que
dejó de seguirlo hasta el mar cuando la niebla velaba la luna, subió
hasta la linterna del faro. Asomada al balcón de hierro, anhelante,
vigila la playa. Lo vio arrancarse la ropa y caminar desnudo por la
arena hacia el agua helada, negra. Lo vio dejarse llevar por la
corriente, nadar entre las ondas de blanca cresta. Él cree que cuando la
ola del mar bate sobre la arena derramando su espuma, es que quiere
perderse en el vientre de las conchas. Y que él, al meterse entre las
olas, se enardecerá de pasión y podrá volver a derramar su amor en ella.
Entró en el faro y dejó fija la
linterna, para que, al dejar caer su haz de luz sobre sobre el negro
mar, le mostrara otra vez el camino de vuelta.
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