Ella vivía a su modo, que era el modo en el que vivía la mayoría de la gente de su edad, sexo y condición social, es decir, aburrida. En su vida, todo era absolutamente plano. Nunca pasaba nada. Iba al cine una vez por semana, a veces, al teatro. Salía a comer a algún restaurante con amigos, cada vez menos. Invitaba a cenar a sus hijos, algún sábado, paseaba al perro y leía, pero aquella primavera…aquella primavera atípica en la que no llovió ni un solo día, en la que calentaba el sol más de la cuenta y los árboles florecían a destiempo, aquella primavera, Hilaria también floreció, de forma metafórica, claro está, pero efectiva.
Comenzó por ir a la peluquería y teñirse el pelo de un
rojo intenso. Luego, para completar su transformación se fue de tiendas con su
sobrina, veinte años más joven que ella, para comprar ropa nueva. Se embutió en
unos vaqueros, con dos tallas menos de las que usaba normalmente, una blusa de
seda que le dejaba un hombro al descubierto y, de paso un lunar muy sugestivo.
Por último, unas botas de tacón alto, con las que creció de golpe doce
centímetros.
Cuando se vio reflejada en la luna de los escaparates, no se
reconoció y, al llegar a casa, el perro
se la quedó mirando de forma impertinente, pero a renglón seguido, se puso a
mover la cola como dando su aprobación. Este detalle subió la autoestima de
Hilaria y la indujo a dar el siguiente paso.
Buscó en la guía telefónica el número de su amigo de la
infancia, aquel que la había amado desde siempre a pesar de casarse con otra.
Aquel, que ahora estaba viudo y era diputado por Izquierda Unida, con el que
había compartido huelgas y encierros en iglesias… amigo y camarada, todo en una
pieza. Lo llamó y lo invitó a la manifestación del domingo de “La España
vaciada” lo convenció de que era una causa justa y que recordarían viejos
tiempos… Dicho y hecho, quedaron en el metro de Colón. Ella lo reconoció al
instante, aunque estaba un poco más gordo y bastante más calvo. A él le costó
bastante reconocer a su antigua amiga en aquella mujer pelirroja.
Se unieron a la
“mani” entre los tambores de Calanda y unas señoras de Soria que bailaban
jotas. Pronto se cansaron de caminar entre los manifestantes, los altos tacones
no eran muy apropiados y el ruido les impedía hablar de sus cosas, y se fueron
a un sitio tranquilo, un hotel discreto, donde comieron y después tomaron una
habitación para pasar el resto del día. ¡El encuentro lo merecía! A partir de
aquí: luceros de la mañana eran sus ojos, amapolas sus mejillas, el rojo de su
pelo fuego apasionado. Ella sintió las manos de su amigo como de seda.
Tic-tac.
Tic-tac, el reloj de pared seguía indiferente.
© Socorro González-
Sepúlveda Romeral
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