jueves, 3 de octubre de 2019

Amantes de mis cuentos: Gozar del presente



Era un hombre que pagaba todos sus impuestos y que nunca se molestó en pedir subvenciones. Lo que debía hacer lo hacía. Eusebio se llamaba. En aquel momento a sus cincuenta años sentía tener todo lo que necesitaba, ni más ni menos: a su abuelo, a una mujer con la que llevaba casado veinticinco años y tres amigos incondicionales que nacieron en la misma aldea y eran de la misma edad.

El abuelo tenía ciento cuatro años y aún le daba buenas ideas para que siendo tan trabajador pudiera obtener algunos ingresos extras, y cuando sintió que la muerte se acercaba le mandó a llamar y en voz baja le pidió que tomara sus ahorros guardados en su colchoneta y comprara cerca del pueblo un terreno desigual y baldío al que se llegaba por medio de un sendero intransitable. En mitad de aquella tierra encontraría una casa destartalada, que la arreglase y se fuera a vivir allí, así no tendría que pagar alquiler como hasta ahora.

Durante todo el duelo estuvo acompañado por su mujer y sus tres amigos. Nunca se habían separado hasta sus oficios se complementaban y formaban el mejor de los equipos en toda la comarca castellana: un albañil, un fontanero, un electricista, un pintor de brocha gorda y fina.

Tras el entierro fue a inspeccionar la zona, y solo porque su abuelo se lo había pedido hizo una oferta al dueño que estaba deseando quitarse aquel lastre. Lo consiguió a tan buen precio que alcanzó con la mitad de los ahorros del abuelo.

De lunes a viernes trabajaban para vivir y los fines de semana se reunían las familias. Solo uno de ellos había tenido un hijo, el Ricardo, que a todos llamaba tíos y que ese año se había licenciado en derecho.

−Os necesito −dijo.

−Aquí nos tienes −contestaron.

Trabajarían los sábados y domingos. Lo primero era hacer un camino para llegar a la futura casa sin tantas dificultades. Ricardo recomendó pedir permiso al Ayuntamiento pues el camino pasaba por tierras que eran de su propiedad. ¿Por qué? Porque es lo correcto. Así lo hizo y el permiso fue concedido de inmediato cuando le explicó al señor alcalde, que no tendrían que pagar nada.

Las mujeres pidieron que las enseñaran a soldar para quitarles trabajo, cada uno besó a la suya emocionados, siempre estaban al quite. Con tal de estar juntas, decían. Mientras los hombres trabajaban en la carretera, ellas fueron separando tablas de madera aprovechables y las pocas tejas que quedaban sanas. Por fin, con un tractor se derrumbó lo poco que quedaba y comenzaron a cavar para hacer los cimientos de la nueva casa.

Grande fue su sorpresa cuando encontraron una columna, luego otra, y otra; un mosaico, luego otro, y otro; y así fue surgiendo poco a poco unos suelos maravillosos separados por aquellas columnas. Eran tan hermosos que sintieron miedo.

Vino Ricardo y dictaminó que aquello había sido una villa romana que podría abarcar un gran espacio ya que esas villas combinaban funciones residenciales y administrativas, que la mayoría de ellas fueron abandonadas a finales del siglo II d.C., que como se enterara el Ayuntamiento daría cuenta a Patrimonio Artístico y que lo perderían todo.

−¿Qué hacemos?

−Continuar −dijo el Eusebio− nadie tiene por qué enterarse y si como piensa Ricardo puede haber más de un recinto cada uno de nosotros tendrá su casa y cuando nos llegue la hora de partir, ya verá el abogado cómo salir del atolladero. Los cuatro hacemos testamento a su favor.

Y así vivieron, aquellos grandes amigos, como romanos siendo castellanos viejos.

© Marieta Alonso Más

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