Mi padre era un buen
electricista que un día se fue en busca de tabaco y nunca regresó, mi madre se
dedicaba a las labores que conlleva tener siete hijos. Yo era el mayor. Mis
abuelos se vinieron a vivir con nosotros para que ella pudiera trabajar en una
fábrica de caramelos.
A mis doce años tenía hambre a
todas horas y los bolsillos vacíos. Así que decidí repartir periódicos, cuidar un
jardín, pasear a los perros del farmacéutico, todo a diferentes horas para que
me diera tiempo a ir a la escuela. Me gustaba estudiar y la profesora de
literatura era mi adoración. Soñaba con crecer y casarme con ella.
‒¡Anda, espabila! ¡Eres más
tonto! ‒repetía mi madre cuando yo me quedaba embelesado leyendo los libros que
me recomendaba.
Aquella mañana de lunes me
levanté como siempre de madrugada, corté el césped y quité la maleza del jardín,
lo hacía una vez a la semana. Busqué a los dos perros que sacaba tres veces al
día, la primera salida la compaginaba con mi otro trabajo repartir periódicos,
los perros corrían detrás de mi bicicleta. Normalmente desde la acera lanzaba
los periódicos y de tanto tirar llegué a tener una puntería excelente, caían
justo en mitad de la puerta y con un golpe seco. Así se enteraban que les había
llegado la prensa.
Salvo con uno de mis clientes
que el primer día que tiré el periódico me llamó con un estridente silbido que
hizo que bicicleta, perros y yo nos quedáramos tiesos. Con la pecosa y arrugada
mano me hizo la señal de stop. Vaya, pensé, querrá prescindir de mis servicios,
pero no, me dio veinticinco pesetas, nunca nadie me había dado semejante
propina.
Y así todos los días frenaba
frente a aquella casa y él al oír el golpe salía con el dinero en la mano, a
paso corto ayudado por un bastón. Me preguntaba cómo me iba en la escuela, lo
que hacía con ese dinero, se las doy a mi madre, señor. Hasta llegué a hablarle
del ardiente sentimiento que anidaba en mi corazón, me sugirió que no le
pidiera matrimonio hasta no tener bigote, se lo prometí. Aquel hombre debía
tener mucho dinero. Había sido alcalde de nuestro pueblo y no fue de los peores,
según contaban.
Pero aquella mañana no salió,
por lo que me bajé de la bicicleta y acompañado de los perros fui a tocar a su
puerta. No era cosa de perder la propina. Quien abrió la puerta fue un policía,
no era de nuestro pueblo, me confió que el pobre hombre había sido víctima de
un crimen.
‒No me extraña ‒comenté‒ con
todo el dinero que tiene en casa.
Eso cómo lo sabes, me preguntó
y yo le expliqué lo de las veinticinco pesetas diarias. Y aquí estamos en
comisaría desde hace dos horas como presuntos asesinos los perros, la bicicleta
y yo.
Ya en la tarde, el dueño de
los caninos, el director del periódico, el propietario del jardín, mis abuelos,
mis hermanos, mi madre hicieron acto de presencia para sacarme de aquel
atolladero. Pero lo más importante, lo que nunca podré olvidar fue cuando
apareció mi querida maestra de literatura, acompañada del claustro de
profesores y dijo que yo, no otro, era su mejor alumno.
¡Eso sí que fue una declaración
de amor!
© Marieta Alonso Más
Como siempre, Marieta, muy bonitos e interesantes, tus cuentos.
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras. Animas. Un gran abrazo
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