domingo, 29 de diciembre de 2019

Cristina Vázquez: Puré de Verduras





Selecciona con titubeo qué frascos dejar y cuáles llevarse. Los que contuvieran más cantidad de crema o perfume, hay que ser práctica, se dice a sí misma y se mira en el espejo con recelo, como si no quisiera verse. Los hombres no entienden la importancia de esas necesidades, enseguida les parecen frivolidades y quería coger lo imprescindible. La tarde anterior dejó una maleta en la consigna, y en tres horas tenía que estar en la estación. Ése era el plan.

Da un tirón al embozo de su cama para dejarlo recogido, es la costumbre, y los ojos se le nublan. ¿Qué más necesitaría? La incertidumbre, siempre la incertidumbre, pero ahora era el momento de la decisión. ¿Qué abrigo?, ¿las botas negras o marrones? Se sube en una silla para bajar del altillo la caja con los camisones y batas que su madre le encargó para la boda. Quizás ahora fuese el momento de rescatar alguno. Todos prácticamente nuevos, con unos encajes imposibles de planchar y hasta con plumas. ¿En qué estaría pensando su madre? No olvidaba esa noche que quiso sorprender a Edouard, su marido, con la bata turquesa con borde de marabú, maquillada, expectante, y él la miró perplejo. ¿A dónde se creía que iba así? Afable, le aseguró que hacía frío para ir disfrazada, y le puso con mimo una chaqueta de punto suya sobre los hombros. Una chaqueta enorme y rasposa.

—No te vayas a enfriar —le aseveró con aire paternal—. Guárdalo para verano o carnaval —y rió sin malicia.

La guardó, pero para siempre. No se le olvidaba cómo él, a continuación, se calentó el puré de la cena; todas las noches su puré de verduras. Era tan saludable, comentaba invariablemente dándose golpecitos en el estómago, y empezó a tomarlo con la lentitud habitual. Esa noche, callada frente a él, fue consciente de lo lento que comía. Cada cucharada era una ceremonia absorta y desesperante y la chaqueta de lana le picaba en los hombros.

Mira con nostalgia su maletín de aseo. De piel marrón con asas, sus iniciales pequeñitas grabadas en oro desgastado, que la lleva a recordar sus escasos viajes. ¡Tantos sueños al empezarlos! En cada ciudad suspiraba por compartirla con un amor, una presencia romántica. ¿Cómo sentarse en una terraza en Roma sin la mirada abrasadora de un amante, o mirar el Sena en soledad? La vida así perdía mucho sentido y esperaba con terca ilusión que un día se cumpliera su deseo. Al cabo de un tiempo desesperante apareció Edouard, amable, tranquilo, loco por ella y con dinero suficiente para una vida sin sobresaltos, pero en esos viajes soñados se fatigaba viendo monumentos. Que siguiera sola, él se iba a echar un sueñecito al hotel. Le soltaba unos billetes para sus caprichos, pero que no se lo gastara todo le decía sonriéndole con aire de propietario satisfecho.

Frota la piel del maletín con ahínco, chupa la punta de la gamuza y un regusto amargo se le instala en el paladar. ¿Le parecería correcto el maletín a él que era tan distinguido? A lo mejor encontraba que las maletas estaban gastadas, pero eso era elegante, le aseguró una vez cuando ella escondía con disimulo una rozadura en unos zapatos de campo. Lo que sí tenía claro es que se llevaría la bata turquesa con marabú, si no se iba despeluchar, aunque mientras la dobla teme su miradita de sorna. A veces le decía que hablaba muy alto, que se moderara. Le molestaba, pero aprendía mucho de su refinamiento, sus maneras delicadas, su clase, tan diferente de la vulgaridad de Edouard.

En ciertos momentos temía no estar a la altura, pero todas sus dudas desaparecían al pensar en sus manos suaves, sus estertores de amor, sus promesas endulzadas con vinos fríos y el futuro, abierto, ancho como su risa, y la hermosa avenida con álamos de la casita donde se refugiaban. Y ahora, por fin, le llegaba el mundo, el amor eterno, los viajes compartidos para ellos dos, las promesas cumplidas. Solo faltaban tres horas para partir.

Un olor lejano a cocina la revuelve y cierra el maletín. Termina de guardar la ropa y se toma un trago del licor rojo, el del dibujito de una flor en la etiqueta con el que Edouard se premiaba los fines de semana. Arrastra la maleta y sale precipitada.

Ya en la estación, las manecillas del inmenso reloj discurren agónicas, imparables por la esfera brillante, mientras espera verle aparecer por la puerta, que se abrió veinticinco veces, las contó, dejando entrar un aire helador. Él no apareció.

Al volver a casa, con el maletín sobre su regazo como un objeto inapropiado, ya recogería al día siguiente las maletas en la consigna, la lluvia azota los cristales del taxi con furia. Pasa el dedo por la pintura desigual del portal y el ascensor dio el pequeño crujido de siempre al arrancar. Tarda en dar la luz del descansillo de su piso y al abrir la puerta el olor del puré de verduras inundaba la casa. El sonido de la radio y una luz mortecina indican el camino de la cocina, dónde se oye trastear a su marido.

Estaba preocupado, dijo Edouard con una expresión dolida. Se levanta animoso para ayudarla a quitarse el abrigo mojado, enseguida le calentaba un poquito de puré afirma, la reconfortaría en esa noche tan desapacible. Ella se sostiene agarrada al borde de la mesa, inmóvil, sin decir una palabra. Se sienta y mientras toma la primera cucharada, le parece que toda la amargura de la vida estaba servida en su plato y, junto con el humo del hervido, de lo más hondo del alma le subían otras bocanadas de desabrimiento.




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