Selecciona con titubeo qué frascos dejar y cuáles llevarse. Los que contuvieran más cantidad de crema o perfume, hay que ser práctica, se dice a sí misma y se mira en el espejo con recelo, como si no quisiera verse. Los hombres no entienden la importancia de esas necesidades, enseguida les parecen frivolidades y quería coger lo imprescindible. La tarde anterior dejó una maleta en la consigna, y en tres horas tenía que estar en la estación. Ése era el plan.
Da un tirón al embozo de su cama para
dejarlo recogido, es la costumbre, y los ojos se le nublan. ¿Qué más
necesitaría? La incertidumbre, siempre la incertidumbre, pero ahora era
el momento de la decisión. ¿Qué abrigo?, ¿las botas negras o marrones?
Se sube en una silla para bajar del altillo la caja con los camisones y
batas que su madre le encargó para la boda. Quizás ahora fuese el
momento de rescatar alguno. Todos prácticamente nuevos, con unos encajes
imposibles de planchar y hasta con plumas. ¿En qué estaría pensando su
madre? No olvidaba esa noche que quiso sorprender a Edouard, su marido,
con la bata turquesa con borde de marabú, maquillada, expectante, y él
la miró perplejo. ¿A dónde se creía que iba así? Afable, le aseguró que
hacía frío para ir disfrazada, y le puso con mimo una chaqueta de punto
suya sobre los hombros. Una chaqueta enorme y rasposa.
—No te vayas a enfriar —le aseveró con aire paternal—. Guárdalo para verano o carnaval —y rió sin malicia.
La guardó, pero para siempre. No se le
olvidaba cómo él, a continuación, se calentó el puré de la cena; todas
las noches su puré de verduras. Era tan saludable, comentaba
invariablemente dándose golpecitos en el estómago, y empezó a tomarlo
con la lentitud habitual. Esa noche, callada frente a él, fue consciente
de lo lento que comía. Cada cucharada era una ceremonia absorta y
desesperante y la chaqueta de lana le picaba en los hombros.
Mira con nostalgia su maletín de aseo.
De piel marrón con asas, sus iniciales pequeñitas grabadas en oro
desgastado, que la lleva a recordar sus escasos viajes. ¡Tantos sueños
al empezarlos! En cada ciudad suspiraba por compartirla con un amor, una
presencia romántica. ¿Cómo sentarse en una terraza en Roma sin la
mirada abrasadora de un amante, o mirar el Sena en soledad? La vida así
perdía mucho sentido y esperaba con terca ilusión que un día se
cumpliera su deseo. Al cabo de un tiempo desesperante apareció Edouard,
amable, tranquilo, loco por ella y con dinero suficiente para una vida
sin sobresaltos, pero en esos viajes soñados se fatigaba viendo
monumentos. Que siguiera sola, él se iba a echar un sueñecito al hotel.
Le soltaba unos billetes para sus caprichos, pero que no se lo gastara
todo le decía sonriéndole con aire de propietario satisfecho.
Frota la piel del maletín con ahínco,
chupa la punta de la gamuza y un regusto amargo se le instala en el
paladar. ¿Le parecería correcto el maletín a él que era tan distinguido?
A lo mejor encontraba que las maletas estaban gastadas, pero eso era
elegante, le aseguró una vez cuando ella escondía con disimulo una
rozadura en unos zapatos de campo. Lo que sí tenía claro es que se
llevaría la bata turquesa con marabú, si no se iba despeluchar, aunque
mientras la dobla teme su miradita de sorna. A veces le decía que
hablaba muy alto, que se moderara. Le molestaba, pero aprendía mucho de
su refinamiento, sus maneras delicadas, su clase, tan diferente de la
vulgaridad de Edouard.
En ciertos momentos temía no estar a la
altura, pero todas sus dudas desaparecían al pensar en sus manos suaves,
sus estertores de amor, sus promesas endulzadas con vinos fríos y el
futuro, abierto, ancho como su risa, y la hermosa avenida con álamos de
la casita donde se refugiaban. Y ahora, por fin, le llegaba el mundo, el
amor eterno, los viajes compartidos para ellos dos, las promesas
cumplidas. Solo faltaban tres horas para partir.
Un olor lejano a cocina la revuelve y
cierra el maletín. Termina de guardar la ropa y se toma un trago del
licor rojo, el del dibujito de una flor en la etiqueta con el que
Edouard se premiaba los fines de semana. Arrastra la maleta y sale
precipitada.
Ya en la estación, las manecillas del
inmenso reloj discurren agónicas, imparables por la esfera brillante,
mientras espera verle aparecer por la puerta, que se abrió veinticinco
veces, las contó, dejando entrar un aire helador. Él no apareció.
Al volver a casa, con el maletín sobre
su regazo como un objeto inapropiado, ya recogería al día siguiente las
maletas en la consigna, la lluvia azota los cristales del taxi con
furia. Pasa el dedo por la pintura desigual del portal y el ascensor dio
el pequeño crujido de siempre al arrancar. Tarda en dar la luz del
descansillo de su piso y al abrir la puerta el olor del puré de verduras
inundaba la casa. El sonido de la radio y una luz mortecina indican el
camino de la cocina, dónde se oye trastear a su marido.
Estaba preocupado, dijo Edouard con una
expresión dolida. Se levanta animoso para ayudarla a quitarse el abrigo
mojado, enseguida le calentaba un poquito de puré afirma, la
reconfortaría en esa noche tan desapacible. Ella se sostiene agarrada al
borde de la mesa, inmóvil, sin decir una palabra. Se sienta y mientras
toma la primera cucharada, le parece que toda la amargura de la vida
estaba servida en su plato y, junto con el humo del hervido, de lo más
hondo del alma le subían otras bocanadas de desabrimiento.
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