viernes, 31 de enero de 2020

Joaquín Agrasot y Juan: Dos amigas

Las dos amigas (1866)
Museo Nacional del Prado
Joaquín Agrasot y Juan


Nació en Orihuela, Alicante en 1836 y murió en Valencia en 1919. Figura capital de la renovación realista en la pintura valenciana de su generación. Destacó en la representación de escenas costumbristas y de tipos populares, en el retrato y fue excelente dibujante. También cultivó el desnudo y los temas orientalistas, y la pintura religiosa.

Estudió en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos de Valencia, por medio de una beca de la Diputación Provincial de Alicante que obtuvo en 1856. Fue discípulo predilecto de Francisco Martínez Yago. Se trasladó a Roma en 1861 becado por la misma institución, y allí conoció a Mariano Fortuny, Eduardo Rosales, José Casado de Alisal uniéndoles una gran amistad. La influencia de su buen amigo Fortuny fue determinante en su pintura.

Autorretrato (1867)

Participó en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1864 obteniendo una tercera medalla con «Lavandera de la Scarpa». En la de 1867 presentó tres obras y obtuvo segunda medalla con «Las dos amigas». Primera medalla de arte en la Exposición Universal de Filadelfia, de 1876, segunda medalla en la Exposición Internacional de Barcelona de 1888.

En 1875 regresó a España con reconocido prestigio. En 1898 fue nombrado miembro de número de la Academia de San Carlos de Valencia. Falleció el 8 de enero de 1919.



Muerte del Marqués del Duero (1884
Palacio del Senado de España
Joaquín Agrasot y Juan

miércoles, 29 de enero de 2020

Cristina Vázquez: Los nuevos tiempos


Para Pablo, mi querido nieto


Lo primero que hizo al sentarse en el avión fue abrir su bolso y sacar una pastilla rosa de trankimax y una petaca de plata, recuerdo de Gerardo, con el gin tonic caliente. Ese era el fallo, tendría que hacerse con una térmica, pero con lo odiosos que eran ahora en los aeropuertos, imposible. Se tomaba sorbitos pequeños de la bebida, como si de una medicina se tratase, pues había leído en la biografía de Luis Buñuel, un señor listísimo, que la ginebra era lo mejor para vencer el miedo a volar y que él también se preparaba su petaca, porque cuando te servían algo, ya era tarde y estabas deshecha de nervios. Se apretó el cinturón, aunque qué más da, si se estrellaban el cinturón le quedaría de pendiente.
Empezó a repasar mentalmente su equipaje, esperaba llevar todo lo necesario para este viaje inaugural de su viudedad. Dio otro sorbito para animarse, vida nueva, tiempos nuevos y una lágrima intentó escaparse, pero sería terrible un churrete de rimel antes de despegar, e hizo un esfuerzo por no recordar las innumerables veces que Gerardo le cogía la mano en estos momentos. El orondo, feliz y mandón Gerardo que tan buen marido fue. La cuidó como un padre, no en vano le llevaba veinte años. Su querida Lulú, le susurraba, mi nenita bonita, y ella sonreía igual que una postal de colores brillantes. ¡Era tan feliz al verla contenta! Eso sí, también como un padre le indicaba continuamente el camino a seguir, qué ponerse, los sitios de veraneo y los amigos, en su mayoría de él, y ella, resignada, representaba el papel de la nena bonita. Era tan fácil. Al principio le pareció reconfortante que le dedicara tanta atención, que trazara con mano firme las decisiones, y cuando atisbaba que ella se iba diluyendo en una figura borrosa, y se entristecía o quería replicar, él le regalaba joyas, muchas joyas. No podía no estar enamorada de un hombre con esa bondadosa entrega y generosidad.
Nunca quiso que se separara de él ni un minuto. Y ahora iba y se moría y la dejaba sola. Sí, completamente sola. Así que se apuntó a un viaje en grupo para exorcizar su tristeza y su soledad y quién sabe, la vida siempre, siempre, continúa. Aunque la decepción en el aeropuerto al ver a sus compañeros con atuendos inesperados, zapatillas deportivas, pantalones llenos de bolsillos, mochilas, gorras y muchas risas, como si ya se conocieran todos, la decepcionó. Ella que iba con un tacón y un maquillaje discreto. Antes se tenía toilette de viaje, pero ahora como cualquiera viajaba. ¡Los nuevos tiempos!
El efecto del alcohol y la pastilla la fueron relajando y deseó poder volar sola, sin sufrir, sin necesitar un golpecito en la mano, ni una mirada de reconocimiento o aprobación. Volar, volar en ese perfecto azul infinito que veía por la ventanilla, sin peso ni equipaje, ni palabras, ni joyas. Libre. Cerró los ojos y echó una cabezada.
El resort lleno de palmeras con bienvenida de zumos exóticos, sombreros de paja, tarjetas para ponerte en el pecho y poder llamar enseguida por su nombre a cualquiera ¿Lulú? No, Lucila, le produjo una sensación de pérdida. ¿Qué hacía ahí? ¿Sería capaz?, y se fue a su cuarto con rigidez en la espalda por el cansancio del viaje y la sorpresa de tener que arrastrar su maleta. ¡Los nuevos y solitarios tiempos!
Hizo varios intentos de integración, de bebidas con sombrillitas de colores, de apuntarse a excursiones y hasta a un concurso, pero se instalaba en ella la certeza de no tener las condiciones necesarias para pertenecer a la manada.
Una mañana transparente, tumbada a la espera de no sabía qué, de pronto se fijó en un niño que corría al borde del mar con los brazos abiertos en aspa. Iba y venía como si agarrara el aire con sus manos, concentrado en su juego. Se mojaba los pies alejándose de la ola y reía. Creaba su propio espacio, feliz, sin necesidad de los demás. Y se vio de niña saltando en el borde del mar con ese mismo ímpetu y plenitud, con esa misma irreverencia hacia el tiempo, con la perfecta dejadez de la infancia en la que todo se abre a cualquier posibilidad. Eso dormía dentro de ella, cuando todo era también azul, con la luz brillante reflejándose en el mar, como si cada mañana de verano se estrenara la vida. Por primera vez en mucho tiempo sintió paz y sonrió. Lo suyo no era los viajes en grupo, pero el mundo y su belleza estaban ahí esperándola. Se acercó a la orilla y al pasar, le acarició la cabeza. Él niño la miró sorprendido y siguió indiferente en su juego. Tuvo la certeza de que ya empezaban los nuevos tiempos.



lunes, 27 de enero de 2020

MJ Pérez: No puedo escribir



No puedo escribir.

Desde que terminó el NaNoWrimo he sido incapaz de juntar un par de letras más allá de estas reflexiones o el propio blog. Escribo correos electrónicos, me dejo recordatorios para no olvidar tareas pendientes, apunto a mano mis impresiones sobre libros, pero más allá de esto soy incapaz de ponerme con mis propias historias.

Estoy bloqueada. Me siento perdida.

A veces pienso que nunca volveré a ser capaz de retomar todo lo que he dejado a medias, que he perdido algo valioso que nunca voy a recuperar. En otras ocasiones quiero creer que solo es un bache. Que volveré a ser la que era. Pero sigo sin tener los arrestos de sentarme frente a la hoja en blanco. Las pocas veces que lo he intentado empieza a temblarme todo el cuerpo, me levanto y salgo corriendo.

Sé cuáles son mis problemas: las dichosas comparaciones y la autoestima baja. No es que piense que soy la peor o que no valgo para nada. Tengo virtudes, como todo el mundo. El problema se encuentra en que a veces me da por pensar que no estoy hecha para esto. Que no es lo mío. 

Me da pánico perderme a mí misma en este mar de silencio. Me aterroriza no volver a ser capaz de contar historias. Sin embargo, me quedo clavada en el sitio. Como una figura de barro incapaz de hacer nada. Me paro, reflexiono, busco excusas, pero lo cierto es que de momento no he vuelto a escribir y eso me produce muchísima angustia.


© M. J. Pérez


sábado, 25 de enero de 2020

Libros inconclusos: El primer hombre de Albert Camus






Novela autobiográfica. A Camus le sobrevino la muerte en un trágico accidente de coche, el 4 de enero de 1960, en las cercanías de París. Un manuscrito de 144 páginas estaba en un maletín negro. Garabateado con su letra rápida y difícil de leer, resultó prácticamente ilegible. Al cabo de 34 años, en 1995, fue editada gracias a que su hija Catherine transcribió el original para ser publicada.


El argumento se centra en Jean Cormery, alter-ego del escritor, que evoca sus recuerdos de infancia y con el profesor de la escuela que le inculcó el amor a la lectura y a la literatura. Un bellísimo homenaje a la figura del maestro. Está dividido en dos partes: la primera, sobre su infancia; la segunda, tras su ingreso al Liceo.


El primer hombre, es el libro más personal, el más íntimo, el más abiertamente sentimental de Albert Camus. Está considerada como una de sus obras maestras.


A través de sus escritos, Camus nacido en Argelia en 1913, explora la condición humana, el problema del mal y la fatalidad de la muerte, lo poco que se conoce el hombre a sí mismo, defendiendo valores como la libertad y la justicia. Quizás se le pudiera definir como un intelectual que desarrolló un humanismo basado en la conciencia del absurdo y que se hace preguntas sobre la existencia.


En 1957 se le concedió el Premio Nobel de Literatura.

jueves, 23 de enero de 2020

Brújulas y Espirales: Juan Pedro Aparicio "El origen del mono"

Blog literario de Francisco Martínez Bouzas

SOBRE "EL ORIGEN DEL MONO"



El origen del mono

Juan Pedro Aparicio

Menoscuarto, Palencia, 2019, 84 páginas.


   
    Una indudable vocación por contar historias que se manifiesta y explaya en todas las modalidades narrativas: la novela, el cuento, la microficción y el relato de viajes, define la obra escritural y creativa de Juan Pedro Aparicio (León 1941). Su debut en la literatura, y que marcó sus inicios fue el cuento. Más de una veintena de piezas que tienen su comienzo en El origen del mono (1957), y que ahora reedita  el sello palentino Menoscuarto.

   Con El año del francés (1986), Juan Pedro Aparicio logró un amplio reconocimiento que será confirmado cuando tres años más tarde, en 1989, logró el Premio Nadal por su novela Retrato en ambigú. Otras novelas suyas muy notables entre las que sobresalen La forma de la noche (1994), y su último libro publicado Nuestros hijos volarán con el siglo (2013) acrecientan su obra creativa.

   Si hay algo que define la obra de Juan Pedro Aparicio es su firme voluntad por contar historias que tiene su expresión, como he dicho, en todas las formas de la narrativa, y su apuesta que considero esencial en la literatura: la narratividad. Suya es la sentencia que asumo en toda su plenitud: “No vale que uno acumule palabras, si no hay narratividad no hay relato”.

   El origen del mono, relato o pequeña novela se inicia con la crónica titulada “El origen del mono” que reproduce la teoría del profesor Abermalsnathy, un nazi acogido en Estados Unidos, como tantos otros, según la cual el hombre no desciende del mono sino al revés: el mono es quien desciende del hombre. Para defender tal teoría, alude a Caín y a Abel. El mono y el hombre serían iguales en las remotas fechas de su nacimiento, pero, en su evolución, Caín, (el homo sapiens), logra una ventaja sobre Abel que le impide  para siempre el normal desarrollo de sus facultades.

   Este primer Caín sería el hombre de Neanderthal, y más tarde el Austrolopithecus africanus. Un periodista, Braulio Schatzmann tras una juventud académica bastante descentrada logra  ser reclutado como expedicionario para un safari en África. Y en la espesura, la esposa de Braulio vio una criatura incierta cuyo pesado correr y gesticular le diferenciaban de los indígenas. Así mismo, dos meses después de la conferencia, el profesor nazi fue expulsado de la Universidad. Se somete a un tratamiento y logra una pigmentación obscura. Y entre contactos y rencillas entre los expedicionarios, con juegos entre la fantasía y la realidad, transcurre el relato. El origen del mono.

    
                                                 
Juan Pedro Aparicio
Pero lo que sucede en África no es lo que seduce al lector. La seducción, si acaece, proviene del gusto del autor por contar historias, por provocar el placer de la lectura. Seguramente no será El origen del mono una pequeña pieza en la que el lector hallará más deleite. Una obrita que participa por igual del relato y de la novela corta.

   Anoto finalmente que los relatos de Juan Pedro Aparicio, a medida que su escritura se va consolidando, tienen la virtud de hacer coexistir una base o espacio real inidentificable con una geografía concreta que convive con un derroche de imaginación. Algo que el lector apenas podrá observar en El origen del mono, un debut origen de una rica obra literaria.


Francisco Martínez Bouzas

miércoles, 22 de enero de 2020

Paula de Vera García: Tensión (Vegeta & Bulma DBZ)




¡Advertencia: relato adulto!

Cómic original de RedViolett ©: Twitter
***

Clanc


Bulma resopló y giró de nuevo la llave inglesa, irritada. Tenía que funcionar, de alguna manera tenía que conseguir que... 

—¡Ah!

«Maldición», pensó, iracunda, mientras sacudía la mano dolorida por un inoportuno giro de muñeca. «No puedo creerlo...»

—Ah, mujer. Veo que por fin te has puesto a trabajar en mi máquina...

Como un resorte, Bulma se incorporó al escuchar su voz tras ella. Despacio, su cabeza giró hasta que el recién llegado entró en su campo de visión. La mujer maldijo por lo bajo. Aquel día no estaba precisamente de humor para aguantar tonterías. No después de mandar a Yamcha a freír espárragos, de una vez y para siempre...

—¿Qué has dicho, Vegeta? —silabeó entre dientes, muy despacio.

El guerrero, por su parte, no pareció siquiera inmutarse por su tono; sino que se adelantó un par de pasos, se cruzó de brazos y le espetó:

—Que a este paso me voy a hacer viejo antes de que acabes esta maldita sala, ¿no crees?

Bulma apretó los puños, notando cómo la llave inglesa de la mano derecha se clavaba dolorosamente en su palma, bajo el guante. Inspiró hondo por la nariz, contó mentalmente hasta cinco... Y estalló sin poder evitarlo.

—¡Mira, Vegeta! ¡O te largas ahora mismo de aquí o te juro por Dios que te estrello esta llave en la cabeza! —le gritó, volviéndose del todo.

A Vegeta aquel arrebato le cambió la cara en un segundo, lo que demostró el rojo iracundo ascendiendo a su rostro. 

—¿Disculpa, mujer? ¿A quién te crees que estás hablando?

Bulma lo señaló con un dedo acusador.

—¡Te digo que no me vengas con estupideces, maldito insolente que solo se dedica a mandar, ofender y holgazanear! —prosiguió Bulma, sin miedo alguno—. ¡Así que desaparece de mi vista! ¡Ahora! ¡Y déjame trabajar en paz!

Sin moverse del sitio, Vegeta gruñó de forma audible y apretó los dedos contra sus antebrazos, reprimiendo las ganas de estrangularla allí mismo por aquella falta de respeto tan manifiesta hacia su persona. Él, un príncipe... “El príncipe” de todos los Saiyan. ¿Cómo se atrevía aquella mujer vulgar a echarlo?

De ahí que, visto y no visto, el guerrero avanzara de dos zancadas hasta situarse a la altura de Bulma, apoyara los brazos sobre la pared del centro de mando de la sala, a ambos lados de su menudo cuerpo, bloqueando su escape.

—¡Tú, terrícola estúpida! Vigila tu lengua —le recomendó, furibundo, a pocos centímetros de su rostro—. ¡No te atrevas a hablarme de esa manera o te arrepentirás!

Bulma lo observó, congelada, durante dos segundos que parecieron eternos. Pero, al cabo de ese breve lapso, frunció el ceño, lanzó las manos hacia delante e hizo algo que jamás, en circunstancias más relajadas, hubiera imaginado. Lo tomó con rudeza por la camiseta, lo atrajo hacia sí... Y lo besó. No fue un gesto tierno, más bien una declaración de intenciones muy poco románticas; pero la joven científica se estremeció casi sin quererlo cuando por fin sus rostros se separaron y sus miradas se cruzaron de nuevo.

—¡Ea! —le gritó entonces Bulma, soltándolo con rudeza—. Ahí tienes lo que esta terrícola es capaz de hacer con su lengua, principito mimado. ¿Alguna otra queja o me vas a dejar trabajar en paz?

Vegeta la observó, aturdido y sin saber qué hacer. De repente, era como si algo hubiese explotado sin consentimiento en su cabeza y, por algún motivo, el guerrero no fuera capaz de razonar. Y cuando su parte sobria le hubiese dicho que saliese de allí dando un portazo, la parte instintiva se impuso de golpe a todo lo demás. Provocando que, de un momento a otro, las manos de Vegeta aferraran las caderas de Bulma y la atrajesen hacia el cuerpo torneado de él. Cuando sus labios se fundieron de nuevo, Bulma abrió los ojos de par en par, incrédula. En ningún momento había imaginado semejante giro de los acontecimientos. En honor a la verdad, su único impulso había sido tratar de echarlo de allí haciendo lo que él más detestaba en el Universo: tener contacto con un terrícola. Pero todo pensamiento coherente se diluyó cuando la lengua de él empezó a recorrer el interior de sus carrillos. Bulma puso los ojos en blanco, le echó los brazos al cuello y le devolvió el beso con pasión. ¿Eran sus cuerpos o en aquella sala de repente empezaba a hacer mucho calor?

Al cabo de unos minutos de reconocerse mutuamente contra el cuadro de mandos a medio terminar, Bulma le pidió a Vegeta que esperase un segundo y se dirigió a echar el pestillo a la puerta. Si alguien los encontraba en semejante situación… No obstante, Bulma ya había decidido que no iba a desperdiciar la oportunidad de tener un encuentro con Vegeta a solas…

Cuando volvió a su posición inicial, Vegeta la tomó por la cintura. Pero, para sorpresa de la mujer, no la abrazó de frente; sino que, con menos rudeza de lo que Bulma esperaba, le dio la vuelta y la ciñó de espaldas a él, quitándole la camiseta de trabajo apenas un segundo después. Bulma jadeó. Aquello se estaba descontrolando, pero ella fue la primera que se encorvó hacia atrás cuando él le mordió el cuello y le sujetó los pechos con una sola mano, todo en uno. El top negro que llevaba la mujer a modo de sujetador se estaba empezando a deslizar hacia su cintura, dejando sus pezones a la vista.

En el momento en que Vegeta la volteó de nuevo y comenzó a descender, besando, lamiendo y mordisqueando cada centímetro de piel y curvas de la joven, esta se aferró al metal que tenía a su espalda y lo observó hacer, notando su lencería cargarse de humedad mientras él alcanzaba el suelo y se arrodillaba frente a ella.

«¿Vegeta? ¿Arrodillado?», pensó con cierta inocencia, envuelta en su propia nube de placer. Él la miró en ese instante con una expresión extraña y el rostro algo cargado de rojo. «¿Avergonzado? ¿Excitado?», elucubró Bulma, sin atreverse a abrir la boca más que para jadear, ansiosa por saber qué vendría después.

Vegeta, por su parte, notaba la entrepierna tan dura que pensaba que la tela de los pantalones iba a reventar de un momento a otro. En su embotada cabecita solo cabía un deseo: arrancarle la ropa a Bulma, a jirones si hacía falta, antes de hacerla totalmente suya contra el control de la sala de gravedad.  Sus iris azules, cargados de deseo mal reprimido, lo llamaban desde la altura. Y el guerrero no se lo pensó más.

Así, sin prisa, pero sin detenerse casi ni a respirar, Vegeta echó las manos hacia delante y comenzó a quitarle los pantalones a la joven científica, al tiempo que ella se quitaba el top y los brazaletes. Mientras ascendía, el Saiyan se bajó los pantalones en un solo movimiento mientras Bulma alargaba los brazos para quitarle la camiseta. Vegeta se apretó entonces contra ella, volviendo a besarla sin delicadeza, antes de introducirle una mano entre las piernas. Estaba húmeda, mucho, y eso lo excitó sobremanera. La mujer gimió y susurró su nombre, haciendo que el guerrero se excitara aún más, cuando los dedos de él ascendieron y rozaron su punto erógeno. Sin oposición, Bulma se dejó aupar por Vegeta, las manos de él aferrando sus nalgas, antes de abrazar sus caderas con las piernas y empezar a notar, como en un sueño, su miembro viril adentrándose en ella. No fue brusco, para sorpresa de Bulma, sino lento y cadencioso, haciendo que sus cuerpos se acomodaran perfectamente el uno al otro.

Así, apoyados contra el cuadro de mandos de la sala, los espontáneos amantes dejaron que su contención se diluyera entre jadeos y gemidos cada vez más intensos. Al menos, hasta el momento en que Bulma acercó los labios al oído de Vegeta y susurró, casi sin ser consciente de lo que hacía:

—Déjame montarte, Vegeta.

Si él se sorprendió por aquella petición, apenas lo dejó translucir. Sin demora, el guerrero bajó a Bulma al suelo, se apartó y se dejó guiar hasta una zona cercana y despejada de herramientas. Una vez allí, el Saiyan se tendió sobre el suelo y dejó hacer a Bulma sin oposición. De hecho, cuando vio cómo ella se movía sobre él, el guerrero casi tuvo que morderse el puño para no gritar de placer. Extasiado, observó cómo las curvas de la joven ondulaban en la tenue luz de la sala en obras, mientras sentía acercarse el final de forma inexorable. Y ahí fue cuando él mismo, casi sin avisar, se incorporó, aferró a Bulma por la cintura y susurró, excitado:

—Échate.

La mujer lo miró de frente, casi sin verlo de lo a punto que estaba de llegar al orgasmo; pero, igual que él en su momento, no renegó de su petición, sino que enseguida se tumbó de espaldas sobre el suelo y dejó que él la montara a su vez, ansioso como un toro a punto de salir al ruedo. Cuando el clímax llegó para ambos, Vegeta se obligó a enterrar su gemido final en los labios de ella. Se sentía demasiado pletórico como para ser cierto.

De hecho, en cuanto ambos recuperaron el resuello y se separaron, se quedaron mirando absortos al techo durante casi un minuto entero, sin atreverse a mirar al otro. La primera que giró la cabeza en dirección a su amante fue Bulma, justo antes de atreverse a acercar sus dedos a los de él. Apenas unos centímetros los separaban. Y, sin embargo, la mujer no debió sorprenderse cuando aquel simple roce provocó en Vegeta el mismo efecto que si lo hubieran pinchado.

El guerrero apartó la mano casi de golpe, incorporándose acto seguido sin mirar a Bulma. En tensión, esta contempló cómo el Saiyan permanecía un instante sentado en tensión, mirando a ningún punto en concreto, antes de levantarse sin más preámbulo y empezar a vestirse. En ningún momento Vegeta se dio la vuelta para mirarla. Bulma lo observó, como paralizada, durante todo el proceso. Incluso cuando él se acercó a la puerta, descorrió el cerrojo y salió, la mujer no fue capaz de decir ni hacer nada para retenerlo. Algo en su interior le decía que era mejor así.

Cuando la puerta se cerró tras Vegeta, la joven científica exhaló con fuerza por la boca, aún recostada sobre el suelo, y miró a su alrededor. La sala estaba hecha un completo desastre y a ella le hormigueaba cada poro de su piel solo con evocar el tacto de Vegeta; pero tenía que rendirse a la evidencia. Probablemente, reflexionó, aquello no se repetiría. Había sido un momento de tensión, que había estallado entre los dos y, bueno, había cristalizado como un polvo desesperado. Ambos, por azares de la vida, se sentían muy solos. Quizá era lo que tenía que ser: dos adultos buscando el calor de otra criatura, aunque solo fuera por una vez en sus vidas.

Mientras se levantaba y se vestía para volver a trabajar, Bulma trató de dejar de pensar en Vegeta. Cuando volviera a verlo, debería tener la mente clara y no volver a caer en aquella tentación. «Muy probablemente», pensó con ironía y, a la vez, con una punzada de dolor en el alma, «a él ni se le cruza por la cabeza volver a humillarse con una mortal».

Pero poco podía imaginar la joven heredera de Capsule Corp. lo cerca que estaba de errar en su suposición.



(Historia ambientada en Dragon Ball Z entre las sagas Pre-Androides y Androides)
Idea original: RedVioletti ©
Imagen: RedVioletti © & Paula de Vera ©
Adaptación a texto: Paula de Vera©






© Paula de Vera García