martes, 29 de julio de 2025

Cristina Vázquez: Buenas amigas

 


Habían decidido ir de rebajas. Era casi una tradición salir esos primeros días de enero las cuatro amigas desde el colegio, a comprar alguna cosa. Empezaron a hacerlo desde jovencitas, con la ilusión de poder llevarse esa prenda soñada que no habían podido adquirir. Luego lo hacían con la responsabilidad asociada a sus finanzas personales o familiares.

—Aunque cada vez compremos menos para nosotras —afirmó Ana María—. Esta tradición de ir juntas de rebajas no podemos perderla.

Lo decía delante del café con churros que se tomaban ese domingo para tener fuerzas, se animaban risueñas, igual que si se aprestaran a una batalla. Y se miraban con la esperanza, cada vez más tenue, de encontrar algo que renovara no solo sus vestuarios sino de alguna manera también sus vidas.

—La única que no ha cambiado de talla es Blanca —señaló con cierta dureza Luisa.

Las demás, se estiró el jersey que le quedaba un poco ajustado, iban a tener que pelear por la cuarenta y cuatro o por la cuarenta y seis. Que no fuera ceniza, replicó Clara, al fin y al cabo, los años ensanchaban a todas. Un silencio imprevisto se cuajó en el borde de las tazas.

—Os voy a descubrir una tienda maravillosa que hacen unas rebajas de marcas de primer orden in-cre-í-bles —Ana María separó las sílabas con la precisión de un grabador—. Está muy cerca de aquí y nos la abren, aunque sea domingo, solo para nosotras.

La encargada era amiga suya y un encanto de persona, continuó mientras terminaban de pagar. Salieron las cuatro como un enjambre hablador, forzando un poco la alegría. Era estupendo haber sido capaces de no desfallecer en este pequeño ritual, afirmó Clara emocionada. Al entrar en la tienda se sintieron un poco cohibidas. Demasiado para ellas, se iban a arruinar. ¡Qué locura!, bisbiseaban excitadas mientras Ana María se dirigía con paso firme a la encargada.

—Querida —le dijo con una voz artificiosa—. Te traigo a mis adoradas amigas del colegio.

Hizo un ademán que las abarcaba a todas en una onda amorosa. La encargada, una mujer imperiosa e impresionante, les dedicó una encantadora sonrisa y las tasó de una sola mirada. Sus ojos le hicieron pensar a Blanca en una noche quebrada de sueños que, con seguridad, no se cumplirían, lo que le produjo una inquietud indescifrable. Pasada esa primera impresión, el aroma difuso, la iluminación tenue, el ruido de los cerrojos en la puerta, les dio la sensación de una blanda burbuja en la que todo resultaba posible y amable.

Permanecían un poco amilanadas ante el despliegue de trajes, abrigos, bufandas… Poco a poco, se fueron acercando a admirar su suavidad y a descolgar alguno para apreciarlo mejor. En ese momento, la encargada, que había desaparecido, reapareció. Sostenía una cortina al final de la tienda con elegancia, como si fuera un decorado en el que ella manejara los recursos del mismo.

—Seguro que ha sido modelo —secreteó Clara a Luisa—. Vaya fachón y eso que no cumple los sesenta.

Y con su encantadora, delgada y profesional sonrisa las hizo pasar a un saloncito forrado de tela amarilla con un espejo grande y sillas de respaldo dorado colocadas junto a la pared. Al fondo, se veían dos probadores abiertos como bocas prometedoras de delicias.

—Sentaos, por favor —la encargada indicó las sillas—. Este es el lugar secreto para las escogidas —rio bajito—. Y para mí, Ana María y sus amigas lo son.

Iba a apagar un momento las luces exteriores para que nadie se extrañara, como era domingo y estaban solas en la tienda, dijo en tono confidencial, así estarían más tranquilas. Solo faltó que un discreto aplauso invadiera el lugar, pero no hubo más que unos agradecimientos murmurados con timidez. Blanca, de manera instintiva, metió los pies bajo la silla, sus zapatos estaban un poco estropeados y en ese momento tuvo conciencia de lo impropios que resultaban en ese encantador refugio. La encargada, Juana, que la llamasen por su nombre, volvió a desaparecer un minuto para volver con un perchero lleno de trajes que dejó en el centro. Le pidió a Ana María que la ayudara, por favor, y trajeron un carrito lleno de chales, bolsos, bisutería…

—Adelante, señoras, esto ha sido especialmente seleccionado para vosotras —las miró con la calidez de ese sueño quebrado—. A todos los precios hay que aplicarle el 70%.

Al decirlo, su voz subió a un tono casi de feria o de rifa. Descolgó uno de punto que ofreció a Blanca, la que no había cambiado de talla, otro de chaqueta de lana fría a Clara y así, después de mirarlas a cada una un rato con interés, elegía prendas para que se las probaran.

La más animada y la primera que entró en el probador fue Ana María con un abrigo de corte impecable y un traje de seda que casi la hace parecer otra mujer. Le quedaba genial, estaba elegantísima. Juana cogió las etiquetas y las retó con gracia.

—Y solo le va a costar… —se calló con los ojos cerrados—, trescientos euros. Increíble.

La otra, feliz, sin duda se lo iba a quedar, aseguró mientras se desvestía y empezó a rebuscar más ropa para probarse. La animación entre el resto surgió como un travieso animal que las fuera incitando, pellizcando. Empezaron a probarse animadas por los consejos de Juana, este no le iba, de ninguna manera, y casi le arrebata a Luisa una blusa de las manos para ofrecerle un conjunto mucho más adecuado a su físico y a su personalidad.

—Con todos los años que llevo en esta profesión me he vuelto psicóloga y sé lo que os va a cada una.

Soltó un amable discursito de la necesidad de sentirse bien con uno mismo, cómo la ropa buena no se estropeaba y daba categoría y seguridad a la persona. Ahí se paró en medio del cuartito y como una hechicera elegante, que no olvidaran lo deprisa que corría el tiempo, soltó muy seria. Tenían que aprovechar que aún eran jóvenes y seguro que despertaban miradas de admiración masculinas. Y les guiñó un ojo.

Al cabo de una hora salieron todas cargadas de bolsas, con una mezcla de mala conciencia y alegría por la buena compra hecha, comentando lo increíble de los precios, aunque se hubieran gastado un dineral. Gracias Ana Mari, vaya chollo, iban a ir como reinonas. Cada una, en el fondo, iba pensando de qué gasto se tendría que abstener para compensar este maravilloso dispendio.

Pasados unos días, ya reposada en su casa, después de haber desaparecido esa especie de infantil excitación que les entró en la tienda, Clara comprendió que no iba a usar el traje de gasa azul. Nunca había tenido ni iba a tener un acontecimiento que justificara tanta sofisticación. Fue a cambiarlo a la tienda, preguntó por la encargada y apareció una señorita sonriente.

—Perdón, yo quería ver a Juana —adujo con timidez.

La otra, que comenzaba a agriar su sonrisa, le aseguró que no había existido una encargada con ese nombre. Al mostrarle el traje, también afirmó, en un tono opaco, que esa marca nunca había formado parte de su colección.

—De hecho, hemos inaugurado la tienda ayer —aseguró reticente.

Mientras metía el traje en la bolsa blanca, sin ningún logo impreso, las típicas de rebajas, había asegurado Juana, sintió la desconfiada frialdad en la voz de la encargada.

Llamó a Ana María para que le diera alguna explicación, pero la única respuesta que obtuvo fue la voz metálica que le repitió tantas veces como marcó, que “ese número no corresponde a ningún abonado.”

© Cristina Vázquez

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