Había
ido a recoger a mi hija cuando vi a un hombre enorme, tan gordo
como alto a la entrada del colegio. Su vozarrón era como un cañonazo y mi niña
comenzó a llorar, a temblar.
—No llores, no tengas miedo.
Quien así hablaba era uno de los profesores. El de los ojos grandes, verdes como la pradera, como los aguacates, tan luminosos que se reflejaba en ellos lo que estaba mirando. Me saludó con amabilidad. Se fue hacia aquel hombretón y le plantó cara. El mastodonte, con la cabeza gacha, se alejó. Luego, ojos bellos, nos explicó que aquel individuo era como un viejo león que de vez en cuando quería comprobar que aún era capaz de rugir.
Nos miramos, y no sé lo que sentí. Mi corazón dejó de latir por un segundo. En sus ojos vi el mismo fuego que en los míos. Caminamos hacia nuestras casas sin hablar, de vez en cuando nos mirábamos y sonreíamos. Vivíamos cerca. Adiós, me dijo; y me puse roja como la grana. Tras la cena, me senté como todas las noches a escribir. Tenía que terminar una novela, el editor ya había dado un ultimátum. Sonó el teléfono. Mi niña contestó, lo trajo y se sentó a mi lado. Era para mí.
La voz al otro lado dijo algo. Aparté del oído el aparato y lo miré con asombro, con emoción. Volví a escuchar para no perder detalle. Me estaba diciendo que desde principio de curso se había enamorado, que había encontrado a esa persona que lo hacía mejor, que iba a ser muy claro conmigo. ¿Sentía yo lo mismo que él? Silencio. Aquel instante fue eterno. Mi hija, al verme tan callada, con los ojos humedecidos tomó el auricular y gritó:
—Sí, sí, sí. Mi mamá está afónica y no puede
responder.
La imagen del viejo león me vino a la cabeza.
Gracias a su rugido mi querido profesor había tenido el valor de llamar.
© Marieta Alonso Más
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