domingo, 3 de agosto de 2025

Amantes de mis cuentos: Al oeste

 


Aleida era cubana y Peter estadounidense. Vivían en Wyoming. Se conocieron de casualidad. El mismo día que ella salió de su tierra, bajando las escalerillas del avión tropezó y cayó en brazos de Peter. Eso fue suficiente. Su matrimonio duró sesenta años.

Peter, un bendito, había ido por un año a Miami a trabajar en el aeropuerto y allí había encontrado la felicidad, repetía sonriendo una y otra vez. Siempre había soñado con volver a su terruño y dedicarse a la agricultura que era para lo que había nacido, pero la vida lo llevó a ser guarda del primer parque nacional del mundo: Yellowstone.

Contaba a su mujer, que mucho tiempo atrás, los grandes rebaños de bisontes deambulaban por allí. Y ella le contestaba con picardía, en español, idioma difícil para él, que le gustaba la Pradera por la forma tan lujuriosa con que crecía la hierba, por los osos grises, los lobos, los alces…, y por su cara, ajada, con esos surcos profundos de una vida al sol tan parecidos al curso del río Cheyenne. Como hablaba tan bajito, tan dulce, tan amorosa, Peter entendía lo que quería oír.

Al principio sus padres pensaron que, siendo habanera, no pasaría mucho tiempo sin que regresara al bullicio de Miami, pero no, Aleida se enamoró de las Rocosas, de las Praderas, de su casa tan recogidita, tan suya y con un terreno que la bordeaba donde podía tener un jardín.

Al principio, como es natural, solo hablaba cubano, se entendía con su marido por señas, al tacto, miradas, hasta que aprendió con una rapidez escalofriante el inglés y en su fuero interno alardeaba de hablarlo mejor que él.  

La casa de los Smith lindaba a ambos lados con otras dos casas idénticas. En una vivía un matrimonio que se ufanaba de ser de origen arapaho y en la otra la familia era descendiente de los crow. Y como no podía ser de otra forma, siendo cubana, Aleida ideó poner en el patio un tipi donde las tres mujeres se reunían a chismear de los otros vecinos, a coser alfombras, mantas, a intercambiar recetas de cocina.

Todos los veranos la familia de Aleida se presentaba y dormían en la tienda mejor diseñada del mundo, ese irrebatible criterio general. Y los animaban a mudarse para Miami, donde el clima era sinónimo de felicidad. Y ella contestaba que no podía ir a buscar lo que ya tenía.

Los años fueron pasando, llegaron los hijos, los nietos y los descendientes de aquel matrimonio cubano norteamericano se mezclaron con amerindios, mexicanos, asiáticos, españoles…, y la cubana aseguraba que su familia era tan inteligente, con tanta belleza interior y exterior, gracias a las mezclas que había en ella.  

Una noche de primavera, Aleida muy enferma, a sus ochenta años, sentada en el porche con su marido al lado le oyó decir que ella, para él, era la diosa del amor. Mirándolo de reojo le advirtió: Recuerda que Venus es siempre la primera luz del cielo y te estaré vigilando. Y con esa sonrisa suya, rodeada de flores, se marchó.

Cada noche tras el ocaso, él busca ese planeta y le cuenta lo que ha hecho durante el día.

 




© Marieta Alonso Más

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