Aleida era cubana y Peter estadounidense. Vivían en Wyoming. Se conocieron de casualidad. El mismo día que ella salió de su tierra, bajando las escalerillas del avión tropezó y cayó en brazos de Peter. Eso fue suficiente. Su matrimonio duró sesenta años.
Peter,
un bendito, había ido por un año a Miami a trabajar en el aeropuerto y allí había
encontrado la felicidad, repetía sonriendo una y otra vez. Siempre había soñado
con volver a su terruño y dedicarse a la agricultura que era para lo que había
nacido, pero la vida lo llevó a ser guarda del primer parque nacional del
mundo: Yellowstone.
Contaba
a su mujer, que mucho tiempo atrás, los grandes rebaños de bisontes deambulaban
por allí. Y ella le contestaba con picardía, en español, idioma difícil para
él, que le gustaba la Pradera por la forma tan lujuriosa con que crecía la
hierba, por los osos grises, los lobos, los alces…, y por su cara, ajada, con
esos surcos profundos de una vida al sol tan parecidos al curso del río
Cheyenne. Como hablaba tan bajito, tan dulce, tan amorosa, Peter entendía lo
que quería oír.
Al
principio sus padres pensaron que, siendo habanera, no pasaría mucho tiempo sin
que regresara al bullicio de Miami, pero no, Aleida se enamoró de las Rocosas,
de las Praderas, de su casa tan recogidita, tan suya y con un terreno que la
bordeaba donde podía tener un jardín.
Al
principio, como es natural, solo hablaba cubano, se entendía con su marido por
señas, al tacto, miradas, hasta que aprendió con una rapidez escalofriante el
inglés y en su fuero interno alardeaba de hablarlo mejor que él.
La
casa de los Smith lindaba a ambos lados con otras dos casas idénticas. En una
vivía un matrimonio que se ufanaba de ser de origen arapaho y en la otra la
familia era descendiente de los crow. Y como no podía ser de otra forma, siendo
cubana, Aleida ideó poner en el patio un tipi donde las tres mujeres se reunían
a chismear de los otros vecinos, a coser alfombras, mantas, a intercambiar
recetas de cocina.
Todos
los veranos la familia de Aleida se presentaba y dormían en la tienda mejor
diseñada del mundo, ese irrebatible criterio general. Y los animaban a mudarse
para Miami, donde el clima era sinónimo de felicidad. Y ella contestaba que no
podía ir a buscar lo que ya tenía.
Los
años fueron pasando, llegaron los hijos, los nietos y los descendientes de aquel
matrimonio cubano norteamericano se mezclaron con amerindios, mexicanos, asiáticos,
españoles…, y la cubana aseguraba que su familia era tan inteligente, con tanta
belleza interior y exterior, gracias a las mezclas que había en ella.
Una
noche de primavera, Aleida muy enferma, a sus ochenta años, sentada en el
porche con su marido al lado le oyó decir que ella, para él, era la diosa del
amor. Mirándolo de reojo le advirtió: Recuerda que Venus es siempre la primera
luz del cielo y te estaré vigilando. Y con esa sonrisa suya, rodeada de flores,
se marchó.
Cada
noche tras el ocaso, él busca ese planeta y le cuenta lo que ha hecho durante
el día.
©
Marieta Alonso Más
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