miércoles, 19 de febrero de 2020

Liliana Delucchi: La carta


Promediaba mayo cuando, una vez más y siguiendo la tradición que me impuse desde que mi padre partió, fui al puerto a ver los barcos que regresan con los atunes. Don Gervasio suele prestarme su barca para ver la almadraba con pescadores y rederos, envueltos en sus labores entre enormes peces vencidos. Sus trabajos y ajetreos me permiten imaginar a otro personaje entre ellos, aquel que un día embarcó con rumbo desconocido en busca de otros mares y del que solo recibo cartas cada tanto. Sé que está en el norte, en un país donde se habla otro idioma y que la gente es alta y rubia.
Ayer llegó una esquela más corta de lo habitual. Dice que nos echa de menos, a nosotros y al clima, y que mira el horizonte en busca de la desembocadura del Guadiana, pero no encuentra la calidez del hogar. Uno de los marineros hace señas para que me aleje y retire mi barca, ése no es lugar para niños, vocifera. Le grito, desde donde estoy, que mi padre también es pescador y lleva años lejos. Se quita la gorra y la agita para que abandone el lugar. No importa, volveré a casa para ver en el Atlas, regalo de mi tío, dónde está papá.
En casa no hay nadie. Madre debe haber ido a la compra y mis hermanas al lavadero. La habitación está en penumbras, con el olor del mar colándose por las persianas entreabiertas, donde el sol intenta entrar formando rayas en la butaca que usaba él. Me siento en ella para descansar y cierro los ojos tratando de recordar sus facciones. Tenía bigote y era negro como su pelo; la piel de las manos parecía papel de lija. «Me haces daño», le decía, y él contestaba: «Son las manos de un pescador y tú eres demasiado delicado». Miro su foto enmarcada sobre una repisa, ¿seguirá así de guapo? El otro día, Serena, la mayor de mis hermanas, la escupió. Le pregunté por qué lo hacía y respondió que yo no me enteraba de nada, como los demás. La menor, le sonrió con un «al menos manda dinero», mientras limpiaba el cristal y le daba un beso antes de depositarlo de nuevo en su sitio.
Mis libros están en una estantería que hizo mi tío. Son pocos, pero los cuido mucho. Como todavía no tengo la estatura suficiente para alcanzar lo que busco, abro un cajón, solo a medias, para usarlo de escalera. Es entonces cuando todo se desmorona. Con un ruido infernal, el cajón se cae, desparramando todo su contenido. Recojo una a una las cosas que madre guarda en él: dedales, hilos de coser, bordados a medio terminar y cartas, muchas cartas. Son las de él, las que ella me lee cuando llegan y muestra a las vecinas. Quito todo para volver a acomodarlo y no me regañe y entonces lo veo. Es un sobre amarillento, dentro hay un papel ajado y una foto. En ella se puede ver a una familia compuesta por una mujer alta y rubia, dos niños y un hombre. ¡Es mi padre! La nota dice: «Esta es mi nueva familia. No me olvidaré de vosotros. Os enviaré dinero.»
Pero no es la letra de las cartas que mamá me muestra cada tanto.



No hay comentarios:

Publicar un comentario