lunes, 17 de febrero de 2020

Paula de Vera García: Los ángeles también pueden amar



La muchacha tembló. Su fino abrigo de tela no la protegía del gélido viento que recorría las calles de la ciudad, que una vez la había visto nacer, pero cuyas esquinas parecían ahora amenazarla y abalanzarse sobre su frágil cuerpo. Respiró hondo. Debía seguir adelante, no podía detenerse. El mundo aún no había muerto, aunque ella lo desease con todas sus fuerzas.

«¿Por qué?» se preguntó una vez más, quizá la centésima durante aquella tarde. «¿Por qué no puedo hacerlo?»

Quizá, pensó, ya era demasiado tarde. Podía ser que su corazón estuviese a punto de romperse en mil pedazos. Estaba sentada en las escaleras de la entrada del metro y espiaba con impaciencia el rellano que había bajo sus pies. Por fin, una figura esbelta y de movimientos felinos surgió del fondo. Alzó la cabeza hacia ella y Melinda sintió cómo aquellos ojos oscuros, tapados por un fino flequillo, la observaban fijamente. El joven subió las escaleras despacio, con media sonrisa adornando su rostro; tendría unos dieciocho años, igual que ella. Tenía el cabello oscuro y abundante, los pómulos marcados y unos labios perfectos. La chica hizo un esfuerzo por no sonreír de forma estúpida. Se levantó de su frío asiento e, inconscientemente, se fundió en el abrazo que su amigo le ofrecía. Él se apartó de pronto.

—Melinda... —susurró—. Estás temblando. ¿Qué te pasa?

La joven intentó responder, pero las palabras se negaban a salir de su garganta. Inclinó la cabeza para que él no pudiera verle los ojos, pero olvidaba lo tozudo que era. El chico inclinó la cabeza para intentar adivinar algo a través del pelo que caía sobre su cara.

—¿Estás bien? —preguntó. Su voz denotaba verdadera preocupación y, al ver que no contestaba, se tornó suave como terciopelo—. Mel, te conozco desde que éramos pequeños. ¿Vas a ocultarme algo a estas alturas?

Ella dudó unos segundos y, entonces, tras respirar profundamente, alzó la cabeza y lo miró directamente a los ojos.

—Digamos que en este caso es algo difícil de decir. —Apretó los labios, obligándose a no dejarse llevar por sus emociones.

Su amigo se apartó un poco; su boca se abrió a causa de la sorpresa.

—Ah… —Es lo único que acertó a decir.

Melinda sintió que el mundo se le caía encima. «Ya lo sabe, ya lo ha adivinado». No obstante, ya no podía echarse atrás.

—Lo siento —musitó—. Sé que esto no debería haber pasado, es absurdo...

Apartó la mirada, avergonzada. No se atrevía a ver el rechazo en los ojos de él. Pero las siguientes palabras que pronunció él la obligaron a alzar la cabeza.

—Absurdo, ¿por qué?

Melinda suspiró.

—Porque eres mi mejor amigo —confesó— y no quiero perderte.
La mano de él se deslizó sobre sus hombros. Mel se estremeció.

—No vas a perderme, eso sí que es absurdo —murmuró él junto a su oído—. Siempre estaré contigo, pase lo que pase.

—Pero, ¿cómo? —inquirió su amiga, desconcertada, y empezó a hablar atropelladamente—. Si sabes lo que yo siento, ¿cómo podríamos aguantarlo? Sería una situación muy incómoda y… —Los dedos de él tomaron su barbilla—. Y…

No pudo terminar la frase. Los labios de él se cerraron sobre los suyos, silenciándola. Melinda no sabía cómo debía reaccionar. En honor a la verdad, aquella era la primera vez que un chico la besaba y no tenía ni idea de cómo se suponía que tenía que actuar. Optó por la mejor de las posibilidades. Muy despacio, movió su boca tratando de corresponderlo; un poco torpe al principio, pero mejor a medida que el momento se prolongaba. Él no se separó en ningún momento, ni mostró descontento por cómo estaba haciéndolo ella.

Ya ni siquiera hacía frío alrededor.

Entonces, todo terminó. El chico de sus sueños echó hacia atrás la cabeza y sonrió. Melinda, involuntariamente, hizo lo mismo. Los brazos de él seguían ciñendo su cintura con suavidad.

—Niña tonta —le dijo—. Tanto tiempo juntos y nunca te diste cuenta…

Melinda soltó una risita nerviosa y le acarició el pelo.

—Nos hemos visto poco este último año —le recordó— y nunca tuvimos un momento de tranquilidad para los dos.

Él se rió alegremente, y la besó de nuevo, fugaz.

—Te quiero, pequeña.

—Y yo a ti.

Melinda apoyó la cabeza en su pecho, pensando en las estúpidas dudas que la habían llevado a temer que todo no fuese más que un bonito sueño. Y únicamente para proteger sus sentimientos, como si hubiese alzado una muralla alrededor de su corazón. Era verdad que hacía mucho que sospechaba lo que él sentía, pero otra cosa muy distinta era saberlo a ciencia cierta, dicho cara a cara. Las palabras de él eran música en sus oídos.

Siempre estaré a tu lado, pase lo que pase”

Sí, siempre estarían juntos. Como lo estaban desde que eran unos enanos que no levantaban dos palmos del suelo. Entre ellos ya se había establecido hacía tiempo un vínculo que nada ni nadie podría romper jamás.


© Paula de Vera García


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