jueves, 19 de marzo de 2020

Liliana Delucchi: Reencuentro



Por fin había vuelto a ese lugar. La tarde era cálida y dejó a los niños bañarse en río. Sus voces le llegaban junto con el canto de los pájaros y el rumor de las hojas al compás de alguna música en su mente.

A ella le gustaba el lugar, por eso eligieron la casa cuando estaba embarazada de Jacobo, y aquel verano Aurora hundía sus pies hinchados en un codo que hace el torrente antes de bajar hacia las huertas. La recuerda con su vestido de flores en tonos azulados que le levanta la brisa y se transparenta sobre las mimosas, dándole un tono dorado a la cara sonriente de la mujer. Risueña, lo llama para que se acerque mientras chapotea lanzando gotas al aire que, al caer, le humedecen un poco el pelo. La maternidad le sienta bien. Ella espera este segundo hijo con ilusión y la expectativa de que sea una niña. Le pondrá su nombre que significa amanecer. ¿Qué es una nueva vida si no?

Su marido la ayuda a levantarse y juntos caminan hacia las rocas, allí corre un aire que refresca la bochornosa tarde. «Parece que hubieran diseñado este lugar para nosotros; es un verdadero salón, en el que podemos sentarnos a contemplar el paisaje», afirma ella, y ríe como suele hacerlo, mostrando los dientes y achicando los ojos que la hacen parecer una chinita.

Nació un niño en un parto complicado que se llevó a la madre. La desolación del médico, enfermeras y partera ante una circunstancia que no se da en estos tiempos, no era comparable a la del marido, que cogió a su hijo en los brazos y, sin saber por qué, lo llamó Jacobo.

Pasaron algunos años sin volver a la casa de las afueras. No fue fácil llevar su bufete, ser padre y ocupar el lugar de Aurora frente a dos hijos con preguntas que seguramente ella hubiera respondido más directamente. El mayor, que recordaba los alrededores y a los amigos de la casa del pueblo, le pidió que fueran a aquel refugio y él entendió que ya era hora.

Temía abrir la puerta y encontrar, como encontró, que todo estaba exactamente igual, hasta el jardín con sus magnolios y las flores en los jarrones esparcidos por todos los ambientes. Los guardeses eran los mismos de entonces.

Caminaron hasta la orilla y los niños se cambiaron para entrar en el río. Él se sentó al amparo de un sauce con sus pinturas. ¡Tanto tiempo sin dibujar! Fue entonces cuando vio que en aquellas rocallas que su mujer describiera como un salón, algo había cambiado. Se puso de pie con dificultad, sin dejar de mirar una de las piedras, parpadeando ante lo imposible, pero allí estaba: En el borde de lo que ella llamara su sofá, aparecía tallado en el brazo de piedra la forma de un rostro de mujer. La acarició una y otra vez antes de susurrar: «Ya estamos todos juntos».


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