martes, 17 de marzo de 2020

Paula de Vera García: Madrid recuerda: “Cómo cambia la vida en 7 minutos”




Aquel día, Soraya miró su reloj una vez más, inquieta. Eran las siete y media de la mañana y el tren debía aparecer enseguida, o llegaría tarde a clase. La joven se pasó el ondulado cabello castaño por detrás de las orejas y recogió el bolso del banco para ceñírselo al pecho. Muy lejano, se oía el pesado traquetear del tren de cercanías avanzando por la vía y al minuto surgió desde el otro lado de la plataforma, como un enorme gusano de metal pintado de blanco y rojo, con las insignias de «RENFE» brillando en las puertas. En ese momento, se oyó la consabida voz en el altavoz:

«Tren con destino al Corredor del Henares, para en todas las estaciones de su recorrido».

Soraya se levantó con un suspiro de alivio.

«Por fin», pensó mientras se aproximaba a las puertas del vagón, que ya se abrían.

Ya dentro, se sentó al fondo del convoy, como todos los días y se puso a mirar la calle. Los colores violáceos y anaranjados del amanecer comenzaban ya a aparecer sobre los altos edificios de Madrid, dándole un aspecto mágico al cielo. Las ventanas de las viviendas que rodeaban la estación empezaban ya a iluminarse y fugaces sombras cruzaban detrás de ellas de un lado para otro.

«La rutina madrileña», pensó Soraya con una sonrisa. Mientras el tren arrancaba, miró el reloj digital que había sobre las puertas del vagón: «11/03/2004. 07:36. 10ºC».

Suspiró, aliviada. Calculó el tiempo que le quedaba hasta llegar a clase y, al comprobar que ya no tenía prisa, se recostó contra el respaldo de su asiento.

«En veinte minutos puedo estar en la universidad. Lo justo, cinco minutos para coger los libros y ...»

De pronto, vio sus pensamientos bruscamente interrumpidos por una violenta sacudida del vagón que la lanzó hacia delante. Su estómago chocó de forma muy dolorosa contra la parte superior del asiento delantero y, si no hubiera reaccionado a tiempo, sujetándose a este con ambas manos, la misma Soraya hubiera caído de cabeza en él.

Asustadísima, trató de alzar la cabeza; justo a tiempo para ver como estallaba la puerta que comunicaba su vagón con el que estaba delante y una lluvia de cristales y humo caía sobre su cabeza. Chillando de terror, la joven se tiró sobre su asiento y se encogió lo más que pudo, temblando de miedo. Los demás pasajeros gritaban a su alrededor, corriendo de un lado para otro mientras golpeaban puertas y ventanas con pánico, deseando salir de allí. El fuego comenzaba ya a entrar por el maltrecho frente del vagón, pero las puertas continuaban bloqueadas. De pronto, resonaron con claridad dos explosiones en la parte trasera y la onda expansiva empujó el vagón hacia delante, volando los asientos y haciendo que Soraya cayese al suelo. La joven estudiante sintió como se golpeaba la cabeza contra la dura superficie, al tiempo que la sangre comenzaba a gotear por su frente, pero no se detuvo. El pánico, la paulatina ausencia de aire y al sofocante calor del fuego la obligaban a tratar de arrastrarse para salir fuera del amasijo de plástico bajo el que había quedado aplastada. Sentía un lacerante dolor en la pierna, pero lo ignoró. Su vida corría serio peligro.

Por fortuna, las puertas se habían abierto un poco y los pasajeros, acorralados entre dos frentes de fuego, trataban de hacer lo imposible por abrirlas del todo. «No sobreviviremos» pensó Soraya amargamente. Sintiendo que el bolso la lastraba, se deshizo a duras penas de él y lo dejó tirado. ¿Qué importaban unos simples apuntes?

Por fin, una mano tiró de ella hacia arriba y Soraya lo agradeció, pero al ver quién la había salvado se quedó helada. Era un compañero suyo de la universidad. Al parecer, iban a morir juntos.

—Alfonso... —musitó.

No tuvo tiempo de decir más. Un alarido agónico proveniente del otro extremo del vagón la devolvió a la infernal realidad. Oyó un chisporroteo a su derecha y vio que el extremo de su chaqueta comenzaba a arder. Aterrada, trató de apagarlo, pero no tenía nada. Trató de quitársela, pero la gente la empujaba y no tenía sitio para maniobrar. Sin saber cómo se encontró aplastada contra el cristal de la ventana. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, empujó hacia atrás a los que la presionaban y chillaban angustiados, a la vez que lanzaba su bota contra el cristal de la ventana. Con un chasquido, el cristal se resquebrajó bajó el tacón. Soraya trató de volver a darle, pero la empujaron con violencia hacia delante y su propio cuerpo, con la inercia, fue el que partió el ventanal.

La chica se vio entonces proyectada hacia delante y gimió al dar con sus huesos en la dura tierra. Ya se empezaban a oír las sirenas de los bomberos y Soraya trató de alzar la cabeza de nuevo, pero estaba agotada y, aparte, la pierna le dolía horrores. Sin poder evitarlo, las lágrimas afloraron a su rostro. Era aquel un llanto de sufrimiento, de terror, de pánico y de desesperación. Soraya era muy consciente de donde estaba y eso la frustraba más que nada: quería salir corriendo de allí, abandonar aquel lugar maldito y tratar de no pensar en la pesadilla que acababa de vivir. Pero no podía moverse.

De pronto, alguien se inclinó junto a ella y le tomó el pulso. Soraya trató de identificarlo, pero las lágrimas nublaban su vista y los oídos le pitaban. Apenas acertó a escuchar lo que decía la otra persona:

«Está muy mal...», entendió, «tiene la pierna destrozada y el traumatismo de la cabeza parece profundo. Al menos el pulso lo tiene estable... Debemos llevárnosla a un hospital de inmediato».

El interlocutor de su salvador apareció entonces junto a ellos y se inclinó junto a ella. Era una mujer morena, vestida con vaqueros y cazadora; con mucha suavidad, aquel ángel le pasó la mano bajo el brazo e intentó ayudarla a incorporarse.

—Eso es... con cuidado —le decía mientras se levantaba.

No obstante, la joven apenas había alzado el cuerpo cuando el dolor le traspasó la pierna de lado a lado. Soraya apretó los dientes, conteniendo ese aullido de sufrimiento que pugnaba por salir de su cuerpo. La desconocida le puso entonces las manos sobre los hombros.

—Tranquila, tranquila —le indicó con dulzura—, no debes forzar tu cuerpo. Ha sufrido demasiado. —Acto seguido se volvió hacia su compañero—. avisa a los del SAMUR. Están allí, en la puerta de la estación, que traigan una camilla. Y rápido.

Mientras el chico se alejaba a toda prisa en busca de ayuda, Soraya se forzó a mirar a su alrededor para ver en qué había quedado el desastroso suceso. Pero deseó no haber visto nada de aquello: la mayoría de las personas que viajaban con ella no había tenido su suerte; de ello daba fe el hecho de que sus cadáveres yacían aún esparcidos por la vía. El tren apenas era un amasijo de metal informe. Los vagones más afectados habían volado casi literalmente por el aire y aquel en el que viajaba ella había quedado calcinado y medio comprimido entre los otros dos. Muchos pasajeros estaban siendo atendidos por los Servicios de Urgencias de la Comunidad, y la mayoría presentaban heridas gravísimas.

«Pero esas no son las peores. Esas cicatrices, muchas, serán incomparables a las que nuestra alma llevará de por vida», reflexionó Soraya con amargura. Y, casi de inmediato, se desmayó, perdiendo toda noción de lo que sucedía a su alrededor.

Cuando despertó de nuevo, estaba tumbada en la cama de un hospital, rodeada de tubos y máquinas. No tuvo tiempo de mirarlas apenas, puesto que alguien gritó a su lado y se lanzó sobre ella, abrazándola.

—Soraya, Sory, mi niña —sollozó su madre—. Creí que nunca ibas a despertar. ¿Qué te ha pasado, mi amor, mi ángel? No, mejor no me lo digas, no quiero que lo recuerdes. Bastante repercusión ha tenido ya...

—Espera. Espera, mamá —la cortó la chica—. ¿C... Cómo? ¿Repercusión? ¿Qué ha pasado?

—Lo de los trenes ha sido un atentado, hija —explicó entonces su madre, llorando amargamente mientras se sentaba a su lado—. Tres bombas en Atocha, otra en Santa Eugenia y otras dos en la estación de El Pozo. Es el fin, el balance es terrible...

—Vale, mamá, no me digas más —la interrumpió Soraya, abrumada, con cierta acritud que no pudo reprimir–. Te recuerdo que lo he vivido, ¿vale?

Su madre se quedó callada de golpe, al parecer dándose cuenta de que había hablado más de la cuenta. Pero, en cambio, se puso a llorar aún con más fuerza. Soraya se mordió el labio con culpabilidad y apoyó, no sin esfuerzo, la mano en el hombro de su madre.

—Eh, mami, no llores, venga. Ya ha pasado, estoy aquí; gracias a Dios he sobrevivido.

—Sí, pero esto nunca se borrará de nuestra memoria —sorbió su progenitora—. Y, como dices, has tenido una suerte inmensa, hija; hay muchos que no la han tenido.

Soraya sintió un nudo involuntario apoderarse de su garganta.

—¿Cuántos muertos? —quiso saber, en un hilo de voz.

La madre tragó saliva.

—Aún no hay nada oficial, pero se dice que más de cien. Y más de mil quinientos heridos. —Enterró la cara entre las manos—. Se ha reescrito la Historia, hija mía. ¿Qué va a pasar ahora?

—Confiemos en que nada más, mamá —suspiró Soraya, todavía mareada por aquellas cifras tan infernales—. Ha sido un acto vil y despreciable, fuera quien fuera el que lo hizo. Y pagará por ello, te lo juro. Aunque tenga que ser por mi mano.

—¡Ay! Mi niña, no digas eso —se escandalizó su madre, tomándole los dedos entre los suyos con fuerza—. La justicia se encargará de esa persona, no lo dudes. Por cierto, ahora van a venir tu padre y tu hermana a verte —recordó de pronto la mujer—. Intenta quedarte despierta si puedes, ¿vale? Les hará ilusión ver que estás bien…

Soraya puso los ojos en blanco con discreción.

—Lo estaré, mamá —aseguró—. Te lo prometo. Ya me encuentro mejor.

La madre asintió, al parecer algo más tranquila.

Bien, entonces voy a hablar un momento con la enfermera. Ahora vuelvo.

Dicho esto, su madre le dio un amoroso beso en la frente y salió de la habitación, con lo que Soraya se quedó sola de nuevo. Algo más relajada pero todavía con los recuerdos danzando en su mente, bajó los ojos con cansancio y entonces fue cuando se dio cuenta de que algo faltaba bajo las sábanas. La habitual imagen simétrica, por alguna razón, no existía. Con tiento y el corazón en vilo, la muchacha levantó la tela, solo para ahogar un grito entre las manos al ver lo que había pasado: su pierna derecha, simplemente, ya no estaba. Soraya se tapó con cierta ansiedad, como si así pudiera negar el hecho de que le habían amputado la pierna, antes de echarse de nuevo. Sin quererlo, percibió sintiendo cómo comenzaba a llorar a lágrima viva, consecuencia de la tensión y la desolación que sentía en ese instante, pasado el horror del atentado, pero sin saber qué sería de ella a partir de ahora. ¿Qué más secuelas podían haberle quedado?

Ojalá tuviera las respuestas. Pero eran difíciles de conocer, pues parecía haber demasiadas para cada una de sus preguntas. La joven apoyó la cabeza con languidez en la almohada, cerró los ojos e inspiró hondo. Después de todo lo sucedido, un nuevo horizonte, negro y nada esperanzador, se abría en su vida; pero era uno que nunca hubiera podido imaginar.

«Y pensar que podía haberle sucedido a cualquiera», recordó. Sin embargo, ese día, ese cualquiera había sido ella. Y, en unos minutos, su vida había quedado trastocada para siempre.

«Es curioso, ¿verdad?», se preguntó a sí misma mientras giraba la cabeza y enfocaba la calle al otro lado de la ventana. Una calle que, a pesar de todo, parecía no haber cambiado nada. «Cómo puede cambiar toda tu vida en tan sólo siete minutos…».

  
© Paula de Vera García

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