lunes, 13 de abril de 2020

Malena Teigeiro: Lavandas y Alhelíes


Desde pequeñita lo admiraba. Acompañado por sus esposas —fueron tres y con ninguna tuvo descendencia—, lo veía entrar en la Iglesia del brazo de aquellas damas elegantes, hieráticas, siempre envueltas en sedas, encajes y plumas de colores.

—¿Cómo han pasado la semana la pequeña Cécile y su vestidito rojo? —guiñaba un ojo divertido.

Ella casi no se atrevía a mirarlo. ¡Era tan señor el señor! A los seis meses de haber fallecido su última esposa comenzó a percibir que no la saludaba de la misma manera, ahora lo hacía entornando los ojos, igual que ojeaba su padre a los terneros en la feria. Una noche al volver de encerrar las vacas, la muchacha lo encontró en casa. Se levantó al verla, recogió el capote, y llevándose la mano al sombrero, se fue. Al pasar por su lado, como siempre, le guiñó un ojo.

—Hasta pronto, Cécile.

Su padre y su madre estaban revolucionados. Su abuela no tanto. Valía para más, murmuraba sentada en su rincón la aún bella anciana. Le dijeron que fue a verlos para pedirla en matrimonio, aunque tenía que saber que él les había dicho y recalcado que lo haría siempre y cuando ella no tuviera inconveniente. La joven divisó en la mirada de su padre la misma luz que cuando obtenía en el mercado un buen precio por una vaca. Y aunque su abuela movía casi imperceptiblemente la cabeza, sus padres, sabedores de la fortuna que aquel matrimonio podía traerles, estaban decididos a entregarla. Comprendió la pequeña Cécile que no tenía otra opción. ¡A dónde vas a ir que mejor estés! Decía su arrebolada madre pellizcándole la mejilla.

Después de tres días la vino a buscar en un cabriolé pintado de negro. Ella lo esperaba en la puerta con su vestido más lujoso, el rojo, el mismo que se ponía para ir a las fiestas, el mismo que lucía los días de precepto para ir a Misa. La llevó a los bosques de su casona de piedra, que a Cècile le pareció un castillo, y sentados sobre la hierba fresca de un claro, arrullados por el rumor de las hojas de los árboles, abrazándola, la besó, llegando en sus caricias a levantarle las faldas. Aquellas manos de dedos largos, blancos, sin cayos ni rozaduras, le gustaron. ¡Era tan elegante y cariñoso el señor! Y además a la niña le gustaban aquellos amorosos escarceos sobre su piel, que hacían que le subiera un calor al pecho que la excitaba. Y así siguieron una tarde tras otra hasta que terminó el luto por la última esposa y pudieron contraer matrimonio. La boda fue tranquila. Solo asistieron sus padres, su abuela y algunos familiares que de él llegaron de París y que la miraban con descaro.

La misma tarde que contrajeron matrimonio, cuando después de despedirse de los invitados ella trémula lo esperaba, su esposo le acarició con el pulgar la mejilla, y como si se tratara de un padre aleccionando a su adorada niña, le manifestó que ahora tenía que aprender a comportarse como la perfecta esposa de un caballero, y que su pariente Adèle se había ofrecido a instruirla. Después, cálido, la besó en la oreja, le sujetó el rostro entre las manos y le rogó que se esforzara y que aprendiera rápido. Y sin más, sin permitirle recoger ni una sola prenda de su ajuar, como el que devuelve una mercancía defectuosa, la envió con su prima a la capital.

—Te espero anhelante —le susurró al oído antes de cerrar la puerta del coche.

Ya en la ciudad, madame Adèle, que estaba soltera y encogía la nariz cada vez que se equivocaba de cubierto, la llevó al atelier y la vistió de sedas, encajes y lazos. Le compró medias de seda fina y sombreros adornados con flores, frutas y hermosas plumas de colores. Le enseñó a perfumarse. Así, le decía vaporizando el aire con una nube de la delicada fragancia, que luego, como gotas de lluvia fina, le caía encima. A ella eso le parecía un despilfarro, y además dejaba poco aroma en la piel, pero si era así, así lo haría. Le enseñó a comer todo tipo de manjares con unos cubiertos raros. Habituarse a eso, le había costado un poco más, sobre todo porque muchas veces la comida no le gustaba. ¡De dónde se iban a comparar aquellos elaborados platos con las rebanadas del pan recién hecho por su madre, untadas con queso fresco o foie! Y le enseñó a escribir y a leer con soltura. Hasta que un día, altiva, colocándole una mano sobre el hombro, le espetó: «Ya no puedo sacar más de ti.» Y en un coche que llegó a buscarla desde la casa de su esposo, cargada de baúles y maletas, la devolvieron a la aldea.

Cuando entró en su hogar de piedra que seguía pareciéndole un castillo, con impostada elegancia, se desprendió el alfiler del sombrero y se quitó los guantes. Él la miraba admirado. Ella inclinó la cabeza y le ofreció una blanca y perfumada mejilla que él besó. Estarás cansada, dijo, poniéndole la mano en la cabeza. Se volvió hacia uno de los criados, y le ordenó que la acompañara a su habitación. Siguiendo las indicaciones de Adèle, se vistió para cenar y cuando iba a salir de su cuarto, escuchó que unos nudillos golpeaban la puerta. Ha venido a buscarme, pensó inquieta pellizcándose las mejillas. Pase, pronunció con un tono de voz impersonal, tal y como le enseñó la prima de París. Entró el criado llevando una bandeja que dejó sobre un velador al lado de la ventana. En ella, además de unos apetitosos alimentos, al lado de una botellita de vino tinto, había una tarjeta doblada por la mitad. Que descanses querida, decían los rasgos de aquella elaborada escritura, y debajo de las tres palabras, aparecía el nombre de su esposo. La leyó una y otra vez sintiéndose como si fuera una invitada. Ya anochecido, se cambió sus ropas por un bonito camisón y lo esperó hasta que el sueño terminó venciéndola.

A partir de aquella noche almorzaban y cenaban juntos, aunque apenas hablaban. Él la miraba y con la más triste de las sonrisas, movía la cabeza. Luego, después de besarla en la mano o en la frente, se iba cabizbajo. No volvieron a pasear, ni la volvió a abrazar como antes hacía debajo de los árboles del parque, ni volvió a encontrar en sus pupilas la tunante luz de los días en que la cortejaba, ni tampoco le volvió a levantar la falda aquella mano cálida y suave, que tanto extrañaba y que su solo recuerdo le encogía el pecho.

Por las tardes, Cècile solía ir de visita a la casa de sus padres. Al menos entre aquellas pobres y humildes paredes se sentía querida. Y mientras se bebía un tazón de leche recién ordeñada y mordisqueaba rebanadas de pan todavía caliente, mentía al contarles lo bien que estaba y lo feliz que era. Y ellos le hablaban de la buena boda que había hecho, y de la suerte que tuvo cuando se fijó en ella el terrateniente más rico de la aldea y sus alrededores, quien además de ser hombre bueno y educado, la quería tanto. Y contemplándola arrobados le contaban que sus amigas envidiaban sus criados, sus lujosos vestidos, y que tomara los alimentos con cubiertos de plata y en mantelería fina. Y, luego, cuando se despedían, su madre, aduladora, le susurraba al oído poniendo los ojos en blanco: «Un hijo. Ahora tienes que darle un hijo. Si no, vendrán los de la capital y...»

Una tarde en que al encontrarse sus padres en el campo se hallaba a solas con su abuela, Cècile bajó la cabeza y rompió a llorar. La anciana frunció el entrecejo. Y sin esperar que la mujer le hiciera pregunta alguna, comenzó a hablar.

—Abuela, desde que me casé, mi hombre no me toca. Ni tan siquiera yació conmigo antes de enviarme a la capital. Nunca ocurrió nada de eso que usted me dijo que iba a pasar —clamó entre sollozos—. Intento ser como ellos quieren, y casi nunca me equivoco al usar los cubiertos. Abuela, hasta leo todas las noches a su lado.

Alisando la falda de seda lila, bajó la mirada. Sacó de su coqueto bolso un pañuelo de batista y encaje y ayudada por el pulido dedito, se limpió las lágrimas. Con voz ronca continuó diciendo que la prima Adele le enseñó a ser discreta, amable, a no levantar demasiado la vista delante de los hombres, no fuera a ser que la tomaran por lo que no era, y que ella…

—Ven —la interrumpió la anciana pidiéndole que la ayudara a levantarse.

Juntas, fueron hasta el dormitorio en donde la anciana abrió un cajón de la cómoda de pino pintada de negro, y sacó dos fotos, amarillas ya por los muchos años transcurridos sobre ellas. Incrédula, Cècile miraba una, luego otra. Y volvía hacerlo una y otra vez. Después de un rato, tumbadas en la cama las mujeres mantuvieron una larga conversación.

Era ya de noche cuando llevando un atado en la mano, volvió a la casona de piedra. Fue directamente a su habitación y se encerró con llave. Desnuda, se frota con hojas de lavanda los hombros, las piernas y el cuello, y luego de untarse el sexo con aceite árabe, de pintarse los ojos con kohl, y las mejillas con carmín, se viste con su traje rojo, aquel que se ponía para ir a la iglesia y pasear con él por los bosques. Así arreglada, baja al zaguán y cómodamente recostada en una silla lo espera. Lo ve entrar, y maliciosa, desvergonzada, le sonríe. Y cuando el hombre serio, solemne, trémulo, ya está junto a ella, Cècile, envuelta en una nube de fragancia, se levanta y le recoge el sombrero y el capote. Después, gatuna, le acaricia la mejilla tan cerca, que le hizo sentir su aliento refrescado con menta. Sin soltarlo, apoya la cabeza en su hombro regalona, y se cuelga de su brazo.

—Hueles a prado y a vacas —turbado, le acaricia la mejilla.

Y ella, abrazándolo, le roza la nuca, le echa los brazos al cuello y después de besarlo ardorosa, lo empuja hasta el dormitorio.

Tenía que volver a hablar con su abuela, pensaba contemplando las pinturas de ángeles y nubes del techo. Había puesto en práctica sus enseñanzas y lo había conseguido, pero ahora quería saber más. Ahora era a ella a la que no le bastaban los placeres de los que había disfrutado aquella noche. Tenía que haber más, se repetía. Y quién si no su astuta y pícara abuela podía enseñarle cómo divertirse. Quizá si hubiera nacido en la ciudad sabría tanto como ella, y quizá también, sería bailarina en un cabaret de París. Volvió la cabeza y contempló el rostro del hombre que sonriente, plácido, dormía a su lado. Entrecerrando los ojos, levantó los desnudos brazos por encima de la cabeza y se recostó en la almohada. Suspiró profundo recordando a su abuela. Cómo se apreciaba su arte cuando le mostró cómo comportarse para hacer a su hombre feliz. Y mientras le revelaba el arte de la utilización de las manos, de la composición de las posturas, con qué dulzura le hablaba sobre el placer, que… Abrió los ojos de golpe. ¿A qué se referiría cuando le dijo que tenía la obligación ser feliz «dentro o fuera de tu casa»? Sí. Tenía que volver a hablar con ella.


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