"El amor de los jóvenes no está en el corazón, sino en los ojos". William Shakespeare. Pintura de Frank Dicksee (1884) |
Apenas había cumplido los
diecisiete años cuando lo conoció a través de un amigo común. No era del
pueblo. Vivía en otro que distaba a unos treinta y cinco kilómetros. William y Abril
congeniaron de inmediato. Al sábado siguiente vino a verla, y al otro, y al
otro. Se pusieron de acuerdo con un grupo de amigos para pasar un día de playa
y él prometió que vendría.
Se presentó en su casa tan
temprano que fue invitado a desayunar, ella no pudo probar bocado. Su padre la
miraba asombrado, ¡qué su niña estuviera desganada con lo que le gustaba comer!
Raro, muy raro.
Fue uno de esos días que no
se olvidan, paseos por la arena, chapuzones en el mar, la competición de saltos
desde el muelle, la comida ‒aunque Abril seguía sin poder tragar alimento‒ recital
de poesía, el regreso, la despedida.
Su padre la esperaba ansioso
por saber y entre pregunta y pregunta surgió quién había pagado la comida. William había querido invitarles a todos y le dejaron.
‒Ese no vuelve ‒pronosticó su
padre riendo hasta con la barriga.
Al día siguiente, por
cuestiones de trabajo, Shakespeare enamorado pasó por el pueblo y entró
a saludarla. Fue un instante. Solo se dijeron «Hola», y se rieron, «¿Todo bien?»
preguntó con ansias, «Sí» y se rieron, «Hasta el sábado» y allí seguían uno
frente al otro. Al final caminando de espaldas William se subió al coche. Abril
tuvo que llevar ese día el brazo en cabestrillo de tanto agitarlo diciendo
adiós.
Corrió en busca de su padre:
‒¡Ha vuelto, ha vuelto! ‒gritaba
saltando a su alrededor.
‒Ese chico es inteligente y tiene
un gusto exquisito ‒aseguró el orgulloso progenitor besándola en la frente.
Un año después el tren de los
sueños cumplidos no tuvo a bien parar en la estación donde ellos aguardaban, el
destino tenía otros planes y los condujo por caminos diferentes.
© Marieta Alonso Más
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