sábado, 13 de diciembre de 2025

Malena Teigeiro: Vicisitudes de una maleta rosa fosforito

 


Sabía que no estaba bien. Sabía que eso podía suceder, pero la prisa, la necesidad de salir corriendo me hizo superar el impulso de abrirla y colocar mejor las cosas. La culpa de que estuviera así la tendrían las botas altas trak o quizá la bolsa de aseo. El bote de laca y el de crema limpiadora eran enormes. Cerré la maleta y salí corriendo.

En la rotonda del aeropuerto, al mirar hacia atrás, me pareció ver que una parte, pequeña, eso sí, de mi falda plisada salía de la maleta. No pasa nada, me reconvine. En cuanto aparque y baje del coche, comprobaré que todo está bien. Si hace falta, antes de embarcar, la abriré para cerrarla y colocar de nuevo todo.

En el parking me di cuenta de que no tenía tiempo para ningún tipo de comprobaciones. Intentando sacarla del maletero —menos mal, que tuve la precaución de colgarme la bandolera del cuello—, sudando copiosamente, rezongaba que por qué sería tan difícil sacar las maletas del coche. Al fin logré sacarla. Lo que no pude impedir fue que con gran estruendo se cayera al suelo. Qué buena compra hice, pensé al comprobar que nada se había roto. Superada esa prueba, después de enderezarla con esfuerzo, no me cupo ninguna duda de que la maleta rosa fosforito, de cuatro ruedas, era de buena calidad. Salí del estacionamiento corriendo.

Aquella mañana me di cuenta de lo grande que era la sala de partidas. ¿Quién habría inventado esa horrible T4? A la carrera comprobé el billete. Sí. Era el mostrador 790. Justo, y como no podía ser de otro modo, entré por la puerta equivocada. Mi mostrador se encontraba al menos a un kilómetro de donde estaba. Seguí corriendo. En aquel momento ya me daba igual tropezar con una u otra persona, atropellar al carrito de un bebé, o matar al perrito, qué mono, que diligentemente andaba al lado de su dueño. Perdón, perdón, decía a cada paso recordando la máxima de mi madre: Nunca se pueden perder las maneras. Nunca.

A punto de que cerraran el mostrador de facturación, al fin, llegué. Aquí. Aquí, grité, agitando la tarjeta de embarque que había sacado por la noche, ya casi de madrugada. Señorita, me dijo la chaqueta roja. Tiene que ir a la máquina, meter sus datos y sacar la cinta de la maleta. Después pásese por el mostrador para facturar el equipaje.

Como siempre, la primera máquina no funcionaba. En la segunda, un señor mayor, amablemente me pidió ayuda. Me encanta la gente educada, recuerdo que pensé. Y me pedía ayuda a mí, que estaba a punto de perder el vuelo. Y ahí sí que perdí las maneras. Lo empujé y corrí hacia la siguiente.

Ya con el pasaporte, la tarjeta de embarque, la cinta de la maleta en la mano, volví al mostrador. El joven que me esperaba con el ceño prieto, lo primero que me dijo fue que no creía que la maleta llegara a tiempo y que como no corriera mucho, tampoco llegará usted al avión. Están llamando para embarcar desde hace un rato.

Gracias, dije, intentando no perder las maneras. Coloqué la maleta en la cinta sobre las cuatro ruedas. Él con la calma propia del que hace ese gesto una y otra vez, pegó el papelito en el asa. Le dio al botón y la cinta arrancó llevándose mi tambaleante equipaje.

Sonreí y suspiré aliviada. De pronto, la maleta se cayó de la cinta y como cabía esperar, se abrió desperdigando toda la ropa.

¡Mi bellísima maleta rosa! Era de tan buena calidad que aguantó hasta estar en la cinta para abrirse. Sin atender a los gritos del muchacho, eché a correr siguiendo las indicaciones: Pasillo J, ascensor para bajar a la plata menos 2...

Ahora, ya solo con la bandolera al hombro, podía volar los kilómetros que me separaban de la puerta de embarque. Eh. Eh, grité a la azafata que se retiraba del mostrador. Me miró con mala cara. Le entregué la tarjeta y aguantando el mal humor de todos aquellos con los que me iban cruzando, que sin duda no tuvieron a una madre como la mía, recorrí el finger y me senté en la fila 12, C.

El runrún del avión al despegar y el recuerdo de la noche anterior en la que Jimmy me había pedido por teléfono que me casara con él, hicieron que mi corazón latiera con rapidez.

Colgué a las dos de la madrugada. Y feliz, decidí que no esperaba ni un solo día para reunirme con mi amado. ¡Qué bueno era lo del internet para estas ocasiones! Busqué un billete. Solo encontré este que, con suerte, me permitiría dormir un par de horas. Después llamé a mi madre, a mi amiga Lucía, con ella hablé ni sé el tiempo, y a mi hermana Jacinta, con la que me tuve que entretener un poco. Le expliqué dónde dejaba las llaves, también le anuncié que le mandaría un mensajito con la plaza del parking. Y luego, hablando muy bajo —no sé por qué si estaba en mi casa y nadie me escuchaba—, le expliqué dónde dejaba dinero para pagar a la señora que me limpiaba el piso. Apenas me quedaba tiempo y rápido, rápido hice el equipaje. Sin haberme acostado, llegué hasta el aeropuerto.

De pronto recordé mi preciosa maleta rosa y toda la ropa desparramada. ¡Qué coño me importaba a mí la maleta y la ropa si estaba volando hacia Londres en donde me esperaba mi amado Jimmy! Me dormí feliz.

Angustiada me desperté. ¿Me esperaba Jimmy? ¡Pero si ni siquiera lo había avisado! Ahora creía recordar que con los nervios, tampoco le había dicho sí a su petición de matrimonio.

© Malena Teigeiro

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