Era hija de padre desconocido
y de una perrita sata que le era del todo punto imposible decir quién había
sido el padre de una hija tan lista. Una noche, la madre haciendo su ronda, no
regresó a casa y Conga quedó sola, triste y abandonada.
Tuvo que espabilar, la barriguita
le hacía unos ruidos muy extraños, y fue rastreando algo que olía a leche, se
encontró un helado a medio derretir que le supo a gloria y así, caminando y
trotando, llegó a la estación de Atocha de Madrid. No es que tuviera intención
de viajar, no, es que estaba muy cansada y allí encontró un refugio para dormir
a pata suelta, detrás de una columna por donde pasaba poca gente. Cuando
despertó, sacó el hocico, luego una patica, miró a ambos lados, y decidió ir detrás
de un hombre que llevaba una maleta.
Caminaba muy deprisa y se
cansó del poco caso que le hacía, así que dedicó su atención a otros que
estaban sentados en un banco delante de una puerta, comiéndose unos bocadillos.
Se acercó con disimulo. Por suerte, hubo un revuelo, se anunciaba la salida de
un tren y una pareja joven casi se atragantó, tomaron sus mochilas y dejaron
caer las bolsas de comida en una papelera cercana. Allá se fue Conga y se dio
un banquete. Tenía sed y se fue hacia el jardín tropical; trabajo le costó pues
cada vez que intentaba beber, las tortugas le hacían cosquillas en el hocico.
Tras saciar el hambre y la
sed se volvió a la columna. Sentía que la soledad la abrumaba, y salió de su
escondite decidida a adoptar un aire lleno de vida: alta la cabeza y erguida la
cola. Y fue cuando sintió el olor delicioso de una mujer que estaba subida en
unos altos tacones, y que se agachó para rascarle la cabeza, y justo en ese
instante le entregó su corazón.
Ella continuó su camino, como
si con ese gesto fuera suficiente. ¡Qué equivocada estaba! No iba a permitir
que se le escapara, así como así, y trotando alegremente, la siguió a una
prudente distancia. Se detuvo un momento buscando algo en el bolso, Conga
también, y cuando continuó su andadura, la siguió.
Fuera de la estación cruzó la
calle sin tener en cuenta que el semáforo estaba en rojo, quizás la mamá de
esta mujer no le había enseñado que debía estar en verde para poder pasar. Conga
sí esperó, había que ser consecuente con las normas, si no, todo sería un caos.
Sin perderle ojo la vio
entrar por una gran verja después de saludar a un guardia de seguridad; en un
lateral había un banco y allí se sentó a esperar. Por toda la gente que entraba
y salía supo que aquel edificio era el Ministerio de Agricultura, y por el tiempo
que tardaba en salir, seguro que trabajaba allí. Y como tiempo era lo que le
sobraba, decidió esperarla.
Por fin, tras muchas horas de
espera, olió que salía y se levantó sobre las patas traseras contoneándose para
llamar su atención. No parecía que se acordase de ella, aunque debían de
gustarle los caninos, le echó una golosina que atrapó en el aire. Aunque la
miró con ojos radiante y le tendió una de sus rosadas patas vuelta hacia arriba,
ella ni cuenta se dio.
Iba a cruzar, lo mismo que
por la mañana. ¡Oh, oh! Esta mujer necesita ayuda. Se le puso delante y ladró
una vez, la mujer miró a la perrilla que le señaló al semáforo en rojo, cuando
se puso en verde ladró dos veces. Ella sonrió y echó a andar. Conga detrás. Hablaba
por el móvil. Conga a su lado. Bajó por las escaleras mecánicas. Conga también.
Llegó al andén y, antes de que arribara el tren, la perrilla decidió menear el
rabo en señal de amistoso saludo, luego puso una de sus patas ante los ojos y
gimió.
© Marieta Alonso Más
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