sábado, 19 de septiembre de 2020

Liliana Delucchi: La verdad


Había lanzado las palabras velozmente y sin reflexión, dejándose llevar por sus impulsos, como un paciente febril que se arranca el vendaje de una herida. Porque eso era, una herida escondida durante muchos años, una llaga oculta a los ojos de todos, hasta de ella misma. Al ver la cara de su madre, Jacinta se arrepintió. No quería hacerle daño, simplemente saber la verdad.
—¿Saber la verdad te parece algo simple? —respondió la señora mientras se quitaba el velo del sombrero.
El funeral había sido largo y tedioso, con dos oficiantes, el católico y el ortodoxo y largos discursos sobre las muchas virtudes de la abuela: bondadosa, de inmensa piedad, gran filántropa... Y excéntrica. Lo que me gustaba de ella, pensó Jacinta.
—Huir de Praga fue una odisea, solo posible gracias a las relaciones de tu bisabuela con los ocupantes —confesó la madre—. Partimos las tres, los hombres se quedaron.
Ludmila se acercó a la chimenea sobre la cual encontró una fotografía enmarcada en la que se veía a dos mujeres y una niña. Jacinta siguió a su madre y se detuvo ante el retrato.
—Tu abuela era muy guapa, mamá.
—Demasiado.
—¿Qué quieres decir? —inquirió la joven
—Su belleza le abrió muchas puertas, sobre todo las del teatro. No es que fuera buena bailarina, pero sabía cómo llegar a los hombres. Tuvo muchos amantes, y mi abuelo miraba para otro lado, centrado en su trabajo (era profesor universitario) y en sus actividades políticas.
Con los ojos bajos, Ludmila mira sus manos enguantadas, en busca de las palabras para continuar con su relato. Jacinta se sienta junto a su madre y le pasa la mano por el pelo, a la espera de escuchar el resto de la historia.
—¿La querías?
—Es difícil decirlo —respondió. No era una abuela al uso. Cuando no se miraba en el espejo me ponía frente a él para decirme de qué manera parpadear, mover la cabeza cuando sonreía, aunque no tuviese ganas de hacerlo. En realidad, me estaba educando para ser lo que entonces se llamaba cortesana. Creo que lo de bailar era un subterfugio, que su trabajo (digámoslo de una forma cortés) era otro.
La mujer, pensativa, se alisa la falda y Jacinta puede comprobar que no hay arrugas en la tela. Ludmila se pone de pie y recorre la estancia con pasos lentos, mirándose los zapatos que empiezan a hacerle daño.
—Obligó a mi madre a separarse de su amado, mi padre, y cuando llegamos aquí le buscó un comerciante griego con dinero.
El peso de los recuerdos hace mella en Ludmila que acerca una silla a la mesa sobre la que hay una caja con fotos y recortes de periódicos. Coge una fotografía amarillenta y se la tiende a su hija.
—Aquí estamos todas, tú eres el bebé. Cualquiera diría al vernos que éramos una familia feliz, pero las corrientes de rencor circulaban entre nosotras. Tu bisabuela me minó lo que hoy llamáis autoestima. Por eso no quise que tuvieras mucha relación con ella.
Se sienta y se quita los zapatos. Con delicadeza estira la punta de la media y mueve los dedos de los pies.
—¡Cómo me duelen! Éste es el último regalo de mi madre. Quería un funeral que recordáramos para siempre —suspira mientras se masajea los empeines.
—¿Por qué me pusiste Jacinta? Hubiese preferido un nombre más actual. Cuando me llamaban en el colegio sentía que era la rara.
—Fue la condición de tu bisabuela para que pudiera darte a luz. Quería perpetuarse, aunque su verdadero nombre no era ése, sino Andula. Princess Hyacinth era el personaje de un ballet que ella interpretó en 1911 en el National Theatre de Praga y el apodo que ella adoptó profesionalmente.
—Ven aquí —llama a su gato. El felino salta al regazo de la mujer que acaricia al animal mientras ronronea.
La tarde cae de a poco a través de la ventana, con una niebla densa atrapada entre los árboles, dibujando rostros que atraviesan los cristales para instalarse en el salón en semipenumbra. Ludmila sacude la mano delante de sus ojos, los cierra, los aprieta.
—Querías la verdad —le dice a su hija— pero te advierto que no siempre es bueno saberla. La mayoría de las veces es preferible una historia adornada, como tiene gran cantidad de gente y que con el paso del tiempo se recrea con más y más detalles que nunca existieron.
La mujer va hacia la mesa y se sirve una taza de té, acercándole otra a Jacinta y con la mirada perdida en algún lugar que solo ella ve, continúa:
—Los dejamos allí, tu bisabuela solo pidió visados para nosotras, dejando a su marido y a su yerno, mi padre, en manos de los ocupantes. Son unos revolucionarios, decía, no tenemos por qué cargar con ellos donde vayamos y esbozó un sonrisa diabólica que nunca olvidaré. Por fin seremos libres, afirmó. Pero ¿sabes una cosa? Nunca lo fuimos. Mi madre se trajo el odio y yo crecí entre silencios y medias verdades, hasta que quise, al igual que tú, saber la realidad. Craso error.
La taza de té se ha enfriado en manos de Jacinta. La devuelve a la mesa y se acerca a la ventana. La niebla, al igual que sus pensamientos, se ha hecho más densa. Vuelve junto a su madre, que sigue descalza, le masajea los pies y le pregunta:
—¿Quieres que ponga una película de amor y lujo?

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