Era
una niña patizamba y tripuda, esto se debía a la alimentación deficiente que
recibí desde pequeña, que consistía, principalmente, en pan y patatas guisadas
de mil maneras, pero siempre patatas. Apenas bebíamos leche porque no teníamos
ni ovejas ni cabras y comíamos lo que había en casa. Solo nos daban leche
cuando estábamos enfermos. También nos daban chocolate, lo que desesperaba a
don Patricio, el médico, que decía era muy indigesto hasta para los sanos.
Cuando estábamos acatarrados nos daban «agua rica», agua con azucarillo. De los
pequeños siempre había alguno enfermo. Dormíamos todos en una sola cama grande,
tres en la cabecera y dos en los pies y todos nos calentábamos con la misma
manta. El gatito también cogió la costumbre de dormir con todos nosotros, pero
mi madre por temor a que nos pegara alguna enfermedad, lo ataba de una pata en
la bodega. Una noche, el pobre gato se hizo un lío con la cuerda y se ahorcó.
Mi madre se sintió culpable, pero no tenía mucho tiempo para el
arrepentimiento, bastante tenía con darnos de comer y tenernos limpios. Decía
─que no importaba tener un calcetín de cada color si estaban secos. Era una
mujer práctica, un día, harta de quitar el polvo, cogió todos los adornos que
había por la casa los metió en una cesta y los subió a las golfas, allí se
quedaron para siempre. Lo mismo hizo con los libros viejos, que habían sido del
bisabuelo Manuel, algunos en latín y se quedó con lo imprescindible.
En
casa éramos ocho hermanos, mis padres, un tío soltero y Lucita una chica muy
joven que nos hacía de criada y que se pasaba el día cantando «Dónde está ese
toro negro, que tiene tanto poder…». Ella pensaba que lo hacía muy bien, pero
cuando salió al escenario para cantar se quedó cortada y se bajó avergonzada.
Nunca lo superó a pesar de que su novio, Domingo, la animaba a seguir cantando.
Mi padre siempre estaba ausente en el casino
con los amigotes. Mi tío en el Ayuntamiento, pues era el alcalde. Mis hermanos
mayores en el campo y nosotros los pequeños a la escuela, que estaba cerquita
de casa, en la plaza. Dos aulas con grandes ventanales, una para niños, otra
para niñas. Fría en invierno y calurosa en verano. En la pared de enfrente un
retrato del caudillo y otro de José Antonio en medio un crucifijo. Debajo de
Franco un mapa de España y debajo de José Antonio una pizarra. A pesar del frío
y otras incomodidades a mí me gustaba ir a la escuela, me gustaba sobre todo la
Historia y la Historia Sagrada tal como la contaba el maestro don Francisco que
parecía un cuento. Teníamos dos libros de lectura: «Mujeres de España» y «Viajando
por España». Del primero jugábamos a ser alguna de las protagonistas del libro,
yo elegí ser Isabel Clara Eugenia, la hija de Felipe II, no me andaba por las
ramas. Mi amiga Edelmira eligió ser La latina, profesora de Isabel la Católica.
Aunque estos dos personajes no coincidieron en el tiempo, nosotras les hicimos
coincidir, yo hablaba como la hija de un rey y ella como una profesora. Del
libro «Viajando por España» recuerdo el dibujo de los gigantes cabezudos de
Cataluña, yo no estaba familiarizada con ellos me parecieron exóticos. Me
gustaban las matemáticas, pero, sobre todo, me gustaba la lengua. Por las
tardes, las niñas cosíamos y rezábamos el rosario. A mí no me gustaba ni lo uno
ni lo otro. Odiaba el rezo del rosario tan monótono y repetitivo. En casa en
invierno también se rezaba el rosario en familia, pero mis hermanos siempre que
podían se escapaban antes de que mi padre comenzara el rezo. Cuando mi madre
murió no parábamos de rezar rosarios. Venían a rezar con nosotros familiares y
amigos. Mientras rezábamos yo cosía los tomates de los calcetines de mis
hermanos, les hacía un ojo de pollo, un costurajo para salir del paso, cuando
ya no se podían coser más les echaba unas soletas de otra tela y duraban otro
poco. Mis hermanos usaban abarcas y calcetines gruesos para ir al campo. Cuando
llovía llegaban llenos de barro rojo de la tierra de raña. Los zapatos eran
para los domingos, yo también me encargaba de limpiarlos y darles brillo cada
lunes, era una de mis tareas como la de barrer el patio, el corral y el
gallinero. Este último me daba mucho asco, había mucha caca en los palos
atravesados donde dormían las gallinas. Me gustaba más arreglar los ponederos y
sacar los huevos recién puestos, aún calientes, pero lo que verdaderamente me
gustaba era ver nacer a los pollitos, cuando salían del cascarón, su madre les
ayudaba con el pico a romper la cáscara. La gallina clueca era trasladada al
patio hasta que los polluelos se hacían grandes. Cada año cebábamos varios
capones para comer en Navidad y también para regalar al cura, al médico y
también a mi tía la farmacéutica que vivía en Toledo y cada año nos enviaba por
Navidad una anguila de mazapán bien grande que nos comíamos en Nochebuena. La
calle de Toledo en la que vivía mi tía era estrecha y empinada, la casa era un
edificio de varias plantas en el bajo estaba la farmacia. Tenían una biblioteca
amplísima que ocupaba dos habitaciones con libros hasta el techo y además un
patio con pilistras y un estanque pequeño con peces de colores. Me gustaba comer allí porque nos servía la
mesa una criada con un delantal blanco y una cofia, antes del primer plato nos ponía
varias clases de quesos.
Como
he dicho al principio en casa no se bebía mucha leche ni se comía mucho queso
porque no teníamos ni ovejas ni cabras. Hubo una excepción el año que mi madre
pidió a mi tía, su hermana, la leche de las ovejas y el banco de hacer los
quesos y, ese año bebimos mucha leche y comimos mucho queso, pero eso solo fue
un año, un paréntesis entre los muchos años de comer siempre lo mismo, patatas
guisadas de maneras diferentes y migas de pastor.
© Socorro
González─Sepúlveda
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