viernes, 11 de diciembre de 2020

Socorro González-Sepúlveda Romeral: Ojos de asombro

 



Era una niña patizamba y tripuda, esto se debía a la alimentación deficiente que recibí desde pequeña, que consistía, principalmente, en pan y patatas guisadas de mil maneras, pero siempre patatas. Apenas bebíamos leche porque no teníamos ni ovejas ni cabras y comíamos lo que había en casa. Solo nos daban leche cuando estábamos enfermos. También nos daban chocolate, lo que desesperaba a don Patricio, el médico, que decía era muy indigesto hasta para los sanos. Cuando estábamos acatarrados nos daban «agua rica», agua con azucarillo. De los pequeños siempre había alguno enfermo. Dormíamos todos en una sola cama grande, tres en la cabecera y dos en los pies y todos nos calentábamos con la misma manta. El gatito también cogió la costumbre de dormir con todos nosotros, pero mi madre por temor a que nos pegara alguna enfermedad, lo ataba de una pata en la bodega. Una noche, el pobre gato se hizo un lío con la cuerda y se ahorcó. Mi madre se sintió culpable, pero no tenía mucho tiempo para el arrepentimiento, bastante tenía con darnos de comer y tenernos limpios. Decía ─que no importaba tener un calcetín de cada color si estaban secos. Era una mujer práctica, un día, harta de quitar el polvo, cogió todos los adornos que había por la casa los metió en una cesta y los subió a las golfas, allí se quedaron para siempre. Lo mismo hizo con los libros viejos, que habían sido del bisabuelo Manuel, algunos en latín y se quedó con lo imprescindible.

En casa éramos ocho hermanos, mis padres, un tío soltero y Lucita una chica muy joven que nos hacía de criada y que se pasaba el día cantando «Dónde está ese toro negro, que tiene tanto poder…». Ella pensaba que lo hacía muy bien, pero cuando salió al escenario para cantar se quedó cortada y se bajó avergonzada. Nunca lo superó a pesar de que su novio, Domingo, la animaba a seguir cantando.

 Mi padre siempre estaba ausente en el casino con los amigotes. Mi tío en el Ayuntamiento, pues era el alcalde. Mis hermanos mayores en el campo y nosotros los pequeños a la escuela, que estaba cerquita de casa, en la plaza. Dos aulas con grandes ventanales, una para niños, otra para niñas. Fría en invierno y calurosa en verano. En la pared de enfrente un retrato del caudillo y otro de José Antonio en medio un crucifijo. Debajo de Franco un mapa de España y debajo de José Antonio una pizarra. A pesar del frío y otras incomodidades a mí me gustaba ir a la escuela, me gustaba sobre todo la Historia y la Historia Sagrada tal como la contaba el maestro don Francisco que parecía un cuento. Teníamos dos libros de lectura: «Mujeres de España» y «Viajando por España». Del primero jugábamos a ser alguna de las protagonistas del libro, yo elegí ser Isabel Clara Eugenia, la hija de Felipe II, no me andaba por las ramas. Mi amiga Edelmira eligió ser La latina, profesora de Isabel la Católica. Aunque estos dos personajes no coincidieron en el tiempo, nosotras les hicimos coincidir, yo hablaba como la hija de un rey y ella como una profesora. Del libro «Viajando por España» recuerdo el dibujo de los gigantes cabezudos de Cataluña, yo no estaba familiarizada con ellos me parecieron exóticos. Me gustaban las matemáticas, pero, sobre todo, me gustaba la lengua. Por las tardes, las niñas cosíamos y rezábamos el rosario. A mí no me gustaba ni lo uno ni lo otro. Odiaba el rezo del rosario tan monótono y repetitivo. En casa en invierno también se rezaba el rosario en familia, pero mis hermanos siempre que podían se escapaban antes de que mi padre comenzara el rezo. Cuando mi madre murió no parábamos de rezar rosarios. Venían a rezar con nosotros familiares y amigos. Mientras rezábamos yo cosía los tomates de los calcetines de mis hermanos, les hacía un ojo de pollo, un costurajo para salir del paso, cuando ya no se podían coser más les echaba unas soletas de otra tela y duraban otro poco. Mis hermanos usaban abarcas y calcetines gruesos para ir al campo. Cuando llovía llegaban llenos de barro rojo de la tierra de raña. Los zapatos eran para los domingos, yo también me encargaba de limpiarlos y darles brillo cada lunes, era una de mis tareas como la de barrer el patio, el corral y el gallinero. Este último me daba mucho asco, había mucha caca en los palos atravesados donde dormían las gallinas. Me gustaba más arreglar los ponederos y sacar los huevos recién puestos, aún calientes, pero lo que verdaderamente me gustaba era ver nacer a los pollitos, cuando salían del cascarón, su madre les ayudaba con el pico a romper la cáscara. La gallina clueca era trasladada al patio hasta que los polluelos se hacían grandes. Cada año cebábamos varios capones para comer en Navidad y también para regalar al cura, al médico y también a mi tía la farmacéutica que vivía en Toledo y cada año nos enviaba por Navidad una anguila de mazapán bien grande que nos comíamos en Nochebuena. La calle de Toledo en la que vivía mi tía era estrecha y empinada, la casa era un edificio de varias plantas en el bajo estaba la farmacia. Tenían una biblioteca amplísima que ocupaba dos habitaciones con libros hasta el techo y además un patio con pilistras y un estanque pequeño con peces de colores.  Me gustaba comer allí porque nos servía la mesa una criada con un delantal blanco y una cofia, antes del primer plato nos ponía varias clases de quesos.

Como he dicho al principio en casa no se bebía mucha leche ni se comía mucho queso porque no teníamos ni ovejas ni cabras. Hubo una excepción el año que mi madre pidió a mi tía, su hermana, la leche de las ovejas y el banco de hacer los quesos y, ese año bebimos mucha leche y comimos mucho queso, pero eso solo fue un año, un paréntesis entre los muchos años de comer siempre lo mismo, patatas guisadas de maneras diferentes y migas de pastor.

   


 

© Socorro González─Sepúlveda

 

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