sábado, 13 de febrero de 2021

Malena Teigeiro: El coleccionista

 

Mis amigas y yo no llevábamos mucho tiempo en la playa cuando vimos que se acercaba un velero. Manejaba el timón un hombre alto, delgado, con las rastas de su cabello pardas por la sal. Al parecer, él también se había fijado en nosotras. Y he de admitir que desde que lo descubrí, no dejé un instante de contemplarlo.

Nosotras, entre risas y bromas, pasamos la mañana entrando y saliendo del agua hasta la hora de volver a nuestras casas. Después de comer me eché una siesta, y por primera vez soñé con él. Soñé que era el hijo de Neptuno y de la Nereida Anfrítite. Una y otra vez se me aparecía surcando los mares en su precioso velero de madera. Aquella noche lo encontré sentado en una terraza del paseo marítimo. Dijo que me estaba esperando.

Salimos un día y otro, por la mañana y por la tarde hasta que me llevó a dar una vuelta en el velero. Allí, en el medio del mar, me confesó que me quiso desde el momento en que me vio. He de decir que a mí me arrebató la mirada de sus ojos azules, sus galantes maneras, y el perfume medio a mar, medio a madera, que me mareaba mientras me juraba su eterno amor. Recuerdo todavía la dulce caricia de su voz, ronca, grave, al decirme que mis besos le sabían a mar. Y sobre mis movimientos, dijo que le recordaban a las sinuosas oscilaciones de las algas. También me habló de mi piel, que era como el nácar, dijo. Y entonces, justo a continuación de esas palabras, sacó un estuche del bolsillo —eran dos preciosas perlas, iridiscentes, redondas como canicas— y me pidió que me casara con él. Arrebatada por tanto amor y tanta galanura, así como por la belleza de su costosísimo regalo, dije que sí y que teníamos que hacerlo cuanto antes. Lo cierto era que no me apetecía nada volver a la universidad.

Habló con mi padre, a quien no acababa de gustarle que un hombre de su edad —casi veinte años mayor que yo— anduviera conmigo, y torciendo el gesto le expuso que todavía era menor de edad. Y dando media vuelta, se fue dejándolo plantado. Pero tantos fueron mis llantos y tanta la insistencia de mi madre, quien feliz presumía con sus amigas de que su niña era la primera que se casaba de la pandilla y de la buena boda que hacía, que al final cedió.

He de reconocer que mi marido me adoraba. Le gustaba regalarme perlas. Las australianas me llegaron en un estuche de piel rojo; las tahitianas, en una cajita de terciopelo verde; las chinas, esas… ¡ya ni me acuerdo! También me las regaló de agua dulce, cultivadas o de cualquier nacionalidad o diferencia. Todas valían para aquel loco que se satisfacía poniendo precio al sufrimiento de unos pobres animalitos. Y comenzó a llamarme mi perla, y lo que en un principio me sonaba bien, no tardó mucho tiempo en que comenzara a sentir vergüenza cuando lo hacía delante de cualquiera. Me pareció que esa forma de nombrarme era una cursilería inaguantable. Luego ya fue peor. Llegó un momento en que decidió que era de verdad una de esas bolas blancas que tanto adoraba, y como tal me encerró en la casa. Mandó construir una cama en forma de ostra gigante. Me adornaba con ristras de aljófares de todos los tamaños y colores, me obligaba a vestirme con telas nacaradas. Mi perla, decía arrebolado. Aquella obsesión me hizo sentir como si en vez de ser su mujer, fuera esa especie de quiste que tienen las pobres ostras. Más bien pronto que tarde comencé a hartarme de tanto nombre, tanta concha, y tanto nácar, pero poco podía hacer. Y caí en lo que se podría llamar una profunda tristeza. En cuanto percibió que yo andaba hundida, cabizbaja, y quizá algo furiosa, decidió hacer un viaje. Para que te distraigas un poco y salgas de esa apatía, me dijo. Y, ¡cómo no!, decidió llevarme a visitar granjas de ostras. Y fuimos a Japón. Allí me enseñaron a bucear con una bombona a la espalda. Me espantó la experiencia. Sin embargo, él confundió mi mueca de horror con una tímida sonrisa de agradecimiento. Cuando creyó que estaba preparada, me hizo bajar sola a ver las conchas en sus bateas. Luego, fuimos a Filipinas, a China, a Tahití. Y así llegamos a Méjico.

Aquella noche en el hotel se celebraba una fiesta. Cantaban los mariachis, bailaban las alegres y bellísimas niñas con sus lazos de cintas de colores entre los mechones de sus negras trenzas. Me fui a la cama pensando que aquello sí que era vida, aquello sí que era alegría.

A la mañana siguiente, me sumergí para ver la granja. En el fondo del mar, entre las nasas y las cuerdas de las bateas, plagados sus velos de conchas, una bella virgencita me contemplaba con dulzura. Ella me indicó el camino y yo lo seguí. Nadé pegada a la arena hasta que se le acabó el aire a la bombona. Me desprendía de ella y la dejé, allí mismo, tirada en el fondo del mar. Subí a la superficie y seguí nadando.

Ahora vivo en el centro de Méjico, casi en la selva, y no quiero volver a saber nada más de bateas, de playas ni del agua del mar. Creo que me han dado por muerta, creo que anda llorando por mí. Quizá algún día le diga que no se preocupe, que estoy bien, que ahora me adorno con piedras de colores, y que cualquier cosa me hace feliz. Excepto una perla.

© Malena Teigeiro

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