Eran
los primeros tacones que estrenábamos. Para Semana Santa, nos habíamos mandado
hacer, en la tricotosa del pueblo, unos conjuntos de punto, falda y chaqueta,
mi amiga y yo. El mío era azul eléctrico, el de mi amiga azul pálido. Ella era
morena y muy guapa, tenía el pelo negro, rizado y abundante y, dos lunares, uno
en cada mejilla que le hacían muy graciosa. Yo era más fea, pero tenía mejor
tipo y de eso presumía. Mi pelo también abundante, era rubio como las mieses
maduras, eso me dijo un día la mujer del médico, aquella señora elegante que
sabía mucho y, dirigía las obras de teatro que hacíamos en la parroquia. Yo era
muy buena actriz y, esto lo supe después, era por mi timidez. En el escenario
me olvidaba de mí y, me metía en el papel tan de lleno que lo bordaba.
Mi
amiga Carmen y yo no era la primera vez que nos hacíamos algo igual o parecido.
Cuando éramos pequeñas nos hicieron a las dos unos abriguitos de borrego con
bolsillo de pollito iguales, solo diferían en el color el de ella era beis, el
mío rosa.
Ese
año por Semana Santa, también nos habíamos comprado los primeros tacones de
nuestra vida. Eran tacones de aguja demasiado altos para ser los primeros y,
como no estábamos acostumbradas, íbamos como encaramadas en zancos y con mucho
cuidado al pisar, como pisando huevos. Nosotras no lo sabíamos, pero al entrar
en la iglesia, casi todo el mundo nos miraba y comparaba. Era nuestro debut, la
puesta de largo de las chicas de pueblo, los primeros tacones y las medias de
cristal con costura. Otras amigas nuestras también estrenaban tacones, un poco
más discretos que los nuestros. Nos volvieron a mirar cuando fuimos a comulgar.
Yo estaba roja como la grana, ya he dicho que era muy tímida y en ese momento
hubiese deseado que la tierra me tragara.
Debíamos
tener, por entonces, unos quince años, seguramente para mí era el final del
luto, pues mi madre murió cuando yo tenía doce y los lutos eran muy largos. Me
recuerdo, vestida de negro hasta los lazos de las trenzas. El luto había
acabado y ahora vestía de azul, los tacones de aguja me hacían mucho más alta.
Tenía una trenza gruesa que me peinaba hacia un lado y un flequillo que se
ondulaba y me tapaba un ojo de la cara y, eso creía yo, me hacía parecer
interesante.
¿Quién
no es guapa a los quince años? Nosotras lo éramos y lo sabíamos, a pesar de los
complejos, timideces y otras carencias. Lo peor fue que las dos nos enamoramos
del mismo chico, cosa muy natural, pues teníamos los mismos gustos, pero eso ya
es otra historia.
© Socorro González-Sepúlveda
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