El cielo se humillaba contra el
suelo durante aquel junio espeso y largo que pasé en un pueblo del Pirineo.
Todas las tardes tronaba, y tras abrirse el cielo con un relámpago que
iluminaba el prado situado frente a la casa con una luz fantasmal, se iniciaba
una lluvia persistente y cansina que me sumía en la más insana de las
tristezas. Se me encogía el corazón, y una mano invisible me oprimía el pecho,
como si su ausencia me empujara contra una pared fría.
Hacía apenas tres meses que la
vida de Ana se me había escapado entre los dedos. Mis hijos habían insistido en
que mi salud ganaría si abandonaba la ciudad durante el verano para refugiarme
al cobijo de la paz de las montañas. Así que elegí un pueblo pequeño del
Pirineo Aragonés, con las piedras de las calles desgastadas por los años y las
nieves del invierno, y los tejados de pizarra oscura que apuntaban a un cielo
majestuoso.
De ella solo me llevé una foto,
tomada en el Retiro, en la que sonreía mientras mimaba entre sus manos a un
gorrión herido en el ala que no podía volar. Coloqué la foto encima de una mesa
de madera frente a un ventanal que me mostraba un prado verde, surcado por un
serpenteante camino de piedra por el que se accedía a la casa desde la
carretera del pueblo. El resto de cosas; su ropa, su colección de figuritas de
porcelana, sus lienzos acabados, sus discos, todas esas cosas que me recordaban
a ella y que me negaba a retirar, se quedaron en nuestro piso de Madrid,
abandonadas al silencio y a la soledad de una casa que se había quedado huérfana
de alegría.
Había elegido aquella mesa como
el sitio en el que iba a intentar escribir de nuevo. Hacía un año que no era
capaz de construir una frase con sentido. Desde el mismo día áspero que el
médico nos comunicó la noticia de que Ana sufría un cáncer de los más
agresivos, mi mente perdió la capacidad de hilar las palabras. Parecía como si
las neuronas de mi cerebro hubiesen tomado la decisión de que solo podían
trabajar para ella, dedicarse a ella en cuerpo y alma, vivir cada minuto junto
a ella, sorber cada átomo de su existencia.
Recuerdo que me senté a aquella
mesa de madera de pino antes de que la tarde se echara a descansar. La ventana,
abierta al prado, me reveló una paleta de colores excesivos que no pude
compartir con ella. En ese momento me sentí tan solo como el cursor que
parpadeaba insistentemente en la pantalla reclamando la compañía de una letra,
o mejor; de una palabra, de una frase, de un párrafo que yo era incapaz de
concederle.
Un trueno me sobresaltó y la
sombra de una nube oscura apagó los colores brillantes, el verde del prado se
tornó sucio y las piedras del camino se oscurecieron con la lluvia. Y fue esa
misma lluvia, que había comenzado turbulenta, la que amainó mi pena levantando
la cortina que me impedía pensar en otra cosa que no fuera mi tristeza.
Estuve toda la tarde
escribiendo mientras, sobre las piedras, las gotas de agua, componían una
sinfonía de melodías interminables que fueron abriendo el camino a una noche
clara, bajo un cielo cuajado de lujuriosa estrellas.
El amanecer me sorprendió con
la mirada fija en la pantalla mientras mis dedos tecleaban esa palabra tan
deseada y a la vez tan temida por los escritores, FIN.
Levanté la mirada hacia el
telón anaranjado del cielo y una bocanada de frescor me acarició el rostro.
Miré el retrato de Ana y recordé que en aquel instante, tras disparar la cámara
ella me regaló un <Te quiero>. Después comenzó a llover.
© Gonzalo Arjona
Muy bien, Gonzalo.
ResponderEliminarUn abrazo inmenso Blanca.
ResponderEliminarUn relato bucólico e introspectivo que me ha encantado.
ResponderEliminarEnhorabuena Gonzalo
Muchísimas gracias por su comentario. Un saludo afectuoso
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