Pasando el dedo por encima de su zapato de raso, Kristen contemplaba la fotografía. Sus padres, que habían temido con auténtico desasosiego que se quedara soltera, posaban con evidente orgullo en la foto de la boda. Y si bien era cierto que se había hecho esperar, ahora presumían del esposo de su adorada hija. Según ellos, reunía todas las cualidades que se pudieran desear.
El recuerdo la hizo sonreír divertida y en su arrugado rostro, aunque ya no tímidos, aparecieron sus simpáticos hoyuelos. Había sido la última de sus amigas en abrazar el matrimonio y si lo hizo, fue porque no le había quedado más remedio si quería culminar sus pretensiones. Suspiró satisfecha. Difícil había sido su vida, aunque divertida también. Guardó el retrato y marcó el número de sus abogados. Después de una breve conversación, se dispuso a esperar.
Su marido era hijo de Mister Marcus B. Senior, industrial del acero y del petróleo del que se decía que si llegaba algún día a arruinarse, con él se hundiría el país. Era pícaro, bien plantado, y por si fuera poco, gastaba una voz dulce y aterciopelada que al igual que los ojos de una serpiente, adormilaba y convencía a todo el que la oyera. Su suegra, Isobel, ya era otra cosa. Mujer altiva, presuntuosa y con poco cerebro, había heredado de su padre unos terrenos de los cuales brotó el petróleo que Mister Marcus B. Senior supo manejar. Y su hijo, el que se convirtió en su esposo, había salido a ella. Porque a su juventud se le podía achacar el que fuera completamente inexperto en las artes amatorias, también la timidez, así como su tierna ingenuidad, pero no el ser lelo y bastante papanatas. Kristen recogió de nuevo la foto. Acarició la risueña boca de la bella novia, luego hizo lo mismo con la del novio. Y recordó los pegajosos besuqueos de Marcus B. Junior, sus manos incapaces de acariciar, su brusquedad al intentar poseerla. ¡Cómo le repelían esos instantes! Suspiró profundo. Y si había soportado con aparente alegría y mimo el sacrificio de fingir ante el amor de su joven esposo, a cambio se había llevado al heredero de todo el imperio.
Se habían casado en la catedral, y después celebraron el banquete de bodas en la mansión de sus suegros en Long Island. Y ahora que veía la vieja foto, se daba cuenta. Ella y él, fueron los únicos felices ese día. A su madre, eclipsada por la elegancia de Mrs. Isobel no se la veía muy contenta, a su padre sí.
Con gran habilidad, Kristen se convirtió en la amiga indispensable de su suegra, por quien se dejó guiar y reeducar, creía la buena mujer, y a quien acompañaba a cualquier acto. Pronto se quedó embarazada, y nació Marcus B. Tercero. En la fiesta del bautizo hubo hasta fuegos artificiales traídos especialmente de China para la ocasión. Su marido llevaba al bebé en brazos de un lado para otro mostrándolo con verdadero orgullo. Es igual que yo, ¿verdad?, preguntaba a todo el que se acercaba. Y desde entonces, poniendo como motivo que tenía que vigilar a su hijo, nunca más volvió al despacho de la Torre B., en la Quinta Avenida, despacho que a instancias de su suegra, hábilmente inducida por su nuera, no tardó en ocupar Kristen. La joven se descubrió tan diligente y trabajadora, que pronto se convirtió en una figura indispensable en la empresa. Y las muchas horas que allí pasaba, la llevaron a ocupar una habitación en la Torre B. Decía que se quedaba allí a dormir para no despertar a su esposo y a su hijo cuando llegaba tarde. Y así, en completa armonía, teniendo un hijo tras otro, hasta cinco, fueron pasando los años.
Falleció primero su suegra, cuatro años después, su suegro. Kristen se quedó a cargo de todos los negocios, que supo dirigir y acrecentar, rodeándose, eso sí, tal y como le había enseñado su suegro, por los mejores directivos. En cuanto su hijo mayor, joven bien parecido, divertido y serio a la vez, terminó sus estudios, lo sentó a su lado y lo inició en el manejo de la fortuna familiar. Así continuó su vida hasta esa tarde en la que llamó a sus abogados. Y no muchos meses después, Kristen tuvo a bien irse al otro mundo.
Y ahora, sentados en el despacho de Hutton & Hutton, abogados, se encontraban los cinco hijos dispuestos a escuchar la lectura del testamento. Antes de comenzar, Mister Hutton les entregó un sobre cerrado con lacre. Para ser abierto después de mi muerte y previo a la lectura del testamento, decía una elegante letra azul marino. Abrió la carta el hijo mayor y se en el mas riguroso silencio, se la fueron pasando unos a otros. Al terminar la hija pequeña de leerla, con un gran suspiro y la mayor de las sonrisas, se la devolvió al notario. Y fue justo en ese instante cuando todos escucharon la voz de Marcus B. Tercero.
––A fin de cuentas, todo queda como antes. ¿No creéis?––se frotó las manos.
Después de arrellanarse en la butaca, recorrió uno por uno los rostros de sus hermanos. Si como les contaba su madre, continuó, desde que había visto por primera vez a su abuelo se habían enamorado locamente, y sabiendo que su abuela era la dueña de casi todo el patrimonio familiar, y que si su abuelo le pedía el divorcio los dejaría en la calle, y que, por consiguiente, la única forma que tuvieron de culminar su amor fue el matrimonio de nuestra madre con nuestro supuesto padre, resopló irónico, lo habían sabido hacer bien.
––Papá fue el hombre más feliz del mundo ––elevó las cejas y sonrió.
––Y no digamos el abuelo ––levantó un dedo el menor de los hermanos.
––La situación es de lo más divertida y pintoresca ––apuntilló el segundo conteniendo la risa––. ¡Y pensar que según la abuela éramos el ejemplo moral de las familias de Nueva York!
La joven Marcelita soltó una sonora carcajada que fue seguida por sus cuatro hermanos.
––Continúe usted, Mister Hutton ––remató Marcus B. Tercero.
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