¡Madre, tus hijos melones! Así llegaba gritando a casa, cada mañana, don Pepe para comerse con todos, las migas en invierno. Don Pepe no estaba del todo, le faltaba un hervor, un tornillo, algo… Alto y fuerte, con el pelo rapado al cero como un presidiario y, canoso por la edad don Pepe era, ante todo, un hombre educado y, por lo tanto, bien recibido por todas las familias del pueblo.
Hijo de médico y de doña Regina, su madre, toda una señora,
había heredado de sus padres la educación y el buen hacer y, cuando estos se
fueron del pueblo, él se quedó alegando que allí se encontraba a gusto. Y así era: elegía una familia diferente para
almorzar o comer y tenía buen cuidado en presentarse a la hora oportuna, para
que el ama pusiese otro plato en la mesa. Dormía siempre en el mismo sitio, en
casa de una viuda mayor y rica donde había muchos criados y criadas, pero él
nunca durmió con ellos, por deferencia, le habían asignado una habitación del
ala norte y en el último piso donde no pudiese molestar a nadie, pues era muy
inquieto y se levantaba por las noches a beber, a leer o simplemente a ver las
estrellas, que en las noches despejadas de frio intenso brillaban de manera
especial. Don Pepe era un poeta.
Hacía recados para
los vecinos, llevaba el agua a los que no podían ir a buscarla a la fuente. Al
atardecer, se acercaba a las huertas para ayudar a regar a los hortelanos, y
volvía con el zurrón lleno de hortalizas. Don Pepe era de todos y todos le
mandaban hacer algo y también se hacían cargo de sus necesidades. La ropa,
siempre heredada, le venía pequeña debido a su corpulencia, pero él no era exigente
y no le importaba ir con unos pantalones remendados o con una chaqueta de pana
raída, lo mismo en invierno que en verano.
No tenía enemigos en el pueblo, pero sí tenía un rival, el
cura párroco, porque con él se repartía las atenciones de las familias ricas:
las meriendas, la fruta fresca, las tazas de chocolate en invierno y las
limonadas en verano… A veces los dos coincidían visitando a la niña «tísica»,
Aurorita.
Aurorita tenía trece años, aunque era muy madura y
reflexiva, a su edad ya había leído «El Quijote» y además lo comentaba con el
médico que la visitaba casi cada día. Aurorita pasaba muchas horas sentada en
un sillón y tapada con una manta al aire libre, en la finca de sus padres a
unos siete kilómetros del pueblo. Don Pepe pasaba horas enteras haciéndola
compañía, sin hablar apenas, pero aurorita lo freía a preguntas:
─ ¿Te gustaba estudiar cuando eras pequeño?
─ Don Pepe, ¿tienes novia?
Don Pepe se ponía colorado como un niño y nunca
contestaba. Le hacía regalos: campanillas y junquillos en primavera, huevos de
codorniz, nidos de pájaros y hasta cantos de rio con formas caprichosas. El
cura le traía vidas de santos, pero estos libros ponían muy triste a la niña y
pronto los abandonaba.
─Todas las santas han sido mártires ─decía─ o han hecho
milagros. Yo no quiero parecerme a ellas, don Pepe.
Cuando Aurorita fue trasladada a su casa del pueblo para
morir, pues los médicos ya no podían hacer nada por ella, don Pepe vagaba por
las calles del pueblo como un alma en pena.
Cada mañana llegaba hasta su casa a preguntar por la niña, pero no se
atrevía a entrar y veía como entraba en la casa su rival, el cura, para el que
siempre estaban las puertas abiertas… Hasta que un día la niña lo llamó a su
lado.
─Don Pepe, te nombro mi caballero ─le puso un sombrero con
una pluma‒ No dejes solos a mis padres. Me voy contenta sé que los dejo en
buenas manos. Para ti mis libros y mi perro, y todo mi cariño… La tos y la emoción
no la dejaron seguir hablando.
Cada día don Pepe visita a los padres de Aurorita y el
cementerio. Lleva campanillas y junquillos en primavera, nidos de pájaros,
cantos rodados y los deja en la tumba de la niña.
Saluda mirando hacia arriba tocándose el ala del sombrero.
© Socorro González- Sepúlveda Romeral
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