miércoles, 29 de septiembre de 2021

Cristina Vázquez: La caída

 


Cuando el hombre vestido de gris fue a dar con el mazo para rematar la subasta, una tímida mano de mujer se levantó al final de la sala, y el subastador se quedó con él suspendido en el aire.

—Cien euros más —dijo con voz perezosa señalando hacia el lugar—. A la una, a las dos, a las tres.

Sonó el mazazo y un silencio breve seguido de inmediatos murmullos dio fin al acontecimiento. Unas cuantas personas, cercanas a la mujer vestida de azul que había pujado, la miraron con sorpresa, pues pasaba inadvertida tanto por su físico como por su discreta presencia que resultaba casi imperceptible. Al alzar la mano a Elena le pareció que era un autómata el que se la movía.

Se acercó insegura a la tribuna del subastador para realizar el pago. Amablemente la desviaron hacia la oficina, lo que le produjo una incómoda sensación de torpeza. Nunca había comprado nada en una subasta, confesó ruborizada. Al finalizar los trámites pidió que le enviaran los espejos a una dirección.

Al cabo de tres días llegó el paquete de Subastas Alhambra. Elena lo abrió con una emoción que no recordaba haber tenido desde que en el internado de Suiza, las noches de invierno, las cuatro que compartían el dormitorio se sentaban desnudas en el alfeizar de la ventana a tomar baños de luna. Hacían apuestas de quién aguantaría más el frío y cuál se atrevería a acercarse más al borde. Debajo, un vacío de tres pisos con la única iluminación de la luna llena. El miedo de tener los pies colgando en la nada, pues no se veía el suelo y una difusa excitación las llevaba a risas contenidas, temblores helados y a provocar cada vez una mayor osadía.

La noche del catorce de enero las montañas diluían su blancura en la iluminada noche, y las adolescentes decidieron practicar su secreto juego. Diana, la más osada de las cuatro, se abrazó a su compañera con una risa nerviosa tratando de paliar el frío e intentó besarla. Otra proeza, otro desafío. La chica, sorprendida, perdió el equilibrio y cayó en una inesperada voltereta rasgada por un aterrador grito. El ruido que hizo al tocar el suelo nunca lo olvidarían. Era sordo, ajeno, con un eco breve y contundente.

Las expulsaron del colegio. La joven no murió, estuvo en coma dos meses y se despertó con una mirada de extrañeza, como si se le hubiera fijado en la cara el pánico que vivió esa noche. Desde entonces, Elena nunca quiso volver a sentir intensas emociones ni transgredir ninguna norma. Así que creció apocada, frágil, se casó con un hombre mayor y no quiso tener hijos. Significaba un reto que no podía encarar.

Estaba ya en la tardía cuarentena cuando entró a esa subasta, más por protegerse de la destemplada tarde de otoño que por un interés específico. Pero al ver la pareja de espejos sintió aquella emoción que permanecía embotada, sumergida en una oscuridad que no conseguía movilizar.

Ya en su casa, cuando los tuvo frente a ella, se sorprendió de la humedad de sus ojos y de la calidez que la embargaba. Los colgó en su cuarto, y al mirarse en ellos tuvo un terrible sobresalto. En uno, se reflejaba su imagen actual, desvaída, con el pelo recogido en un insustancial moño y una expresión perpleja. En el otro, aparecía una mujer igual que ella, pero desbordante de sensualidad, con el pelo rizado, los ojos pícaros y una sonrisa provocadora. Se tumbó en la cama desconcertada y tras un rato volvió a mirarse y se repitió lo mismo, pero esta vez volvía a ser ella con un niño en los brazos en una amable plenitud. Tras unos días de desasosiego volvió a hacerlo; vio a una niña caída sobre la nieve en una postura dislocada bajo el esplendor de la luna. La cara permanecía oculta.

Recorrida por el espeluznante recuerdo de sus días de internado, dejó de mirarse unas semanas y trató de paliar la emoción, el descontrol que le producían esas imágenes siguiendo la rutina insustancial de su vida. Pequeños encargos, paseos, comidas familiares en un tono bajo, como si nadie quisiera molestarla, visitas al médico, hasta que volvió a atreverse a mirar en los espejos, como si repitiera, en solitario, los prohibidos juegos nocturnos con la luna llena. Se vio, como siempre, en uno en la actualidad y en el otro, la niña caída estaba desnuda dada la vuelta y la cara que la miraba con expresión de sorpresa aterrorizada era la suya.

© Cristina Vázquez

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