sábado, 11 de septiembre de 2021

Socorro González-Sepúlveda Romeral: El frío, la tristeza, el miedo

 



EL FRIO

El frío era algo con lo que me acostumbré a vivir. No era un frío intenso, nevaba una o dos veces al año, era un frío insidioso, molesto, que yo no sabía  o no podía combatir.

 La escarcha se acumulaba en la puerta falsa de mi casa, que daba al norte, formaba una capa blanca y resbaladiza que hacia el lugar intransitable. Cuando llovía, los charcos en las calles resultaban insalvables para la niña que yo era entonces.

 No tenía botas de agua, los zapatos eran los mismos en invierno que en verano. Los calcetines eran largos en invierno, pero siempre estaban caídos.  El abrigo lo guardábamos para los domingos.  Nos abrigábamos con un jersey de lana gruesa que picaba y dejaba pasar el frio. Yo heredé varios abrigos de mis primas mayores, pero me duraron muy poco. Lo que me hubiese gustado, lo que siempre deseé era tener una trenca con capucha y un impermeable de plexiglás.

 Con el vaho nos calentábamos la punta de los dedos.  Mis dedos, llenos de sabañones, estaban gordos y rojos todo el invierno. En la iglesia hacía mucho frío. Después de misa corríamos a quitarnos los zapatos y calentarnos en la lumbre.

De niña, iba a buscar a mi padre al casino para cenar.

─Jugando a las cartas, no se acuerda de la hora ─decía mi madre a modo de excusa.

 Cuando volvíamos del casino, si hacía mucho frío, me hacía un hueco y me arropaba con su pelliza forrada de borrego. Me gustaba aquel olor fuerte a tabaco que desprendía…

  


LA TRISTEZA

Yo era una niña triste. Tal vez, solo recuerdo momentos de tristeza, en los que lloraba con desconsuelo, por motivos incomprensibles para los que me rodeaban. Lloré mucho cuando, en las fiestas, no llego el músico viejo que se alojaba en casa. Nunca llegué a saber si había muerto o se había jubilado. Era sordo y se llamaba Paco.

Siempre me entristecía el atardecer. Que se acabara el día. Volvían del campo los rebaños de ovejas, los toros, las mulas y los gañanes. Volvían cansados se detenían a abrevar en el pilón. Sonaban las esquilas, mugían las vacas, ladraba el perro del pastor. Todos volvían cansados  a sus casas. Yo me ponía triste, sin saber por qué.

Todo lo que acababa me daba tristeza. El final del verano, el final de las fiestas del pueblo. Las Navidades, particularmente, me ponían muy triste. Los villancicos, el pandero y la zambomba se repetían monótonos, sobre todo durante la noche, cantados por algún borracho hasta el amanecer.

La Noche Buena se viene.

La Noche Buena se va.

Y nosotros nos iremos

y no volveremos más.

Cuando la nieve se fundía y goteaban las canales, cuando las huellas se volvían oscuras y quedaba muy  poco de la blancura de la nieve sin hollar, yo, que no podía comprender que el fenómeno era efímero y que creía que duraría para siempre, decía a punto de llorar:

─Mira, madre, la nieve se va.  

La tristeza vino para quedarse cuando murió mi madre. Tenía doce años.

 


EL MIEDO

Me daban miedo muchas cosas: la oscuridad, los gritos, las palabras que no entendía o que asociaba con cosas horribles y todo lo relacionado con la muerte. 

Los días eran cortos en invierno. La oscuridad me asustaba. No podía cruzar el patio sola, un  árbol se convertía  en un fantasma. El maullido de un gato era un quejido  de un niño. La oscuridad se llenaba de presencias reales  para mí.  Si me despertaba durante la noche, corría a refugiarme en la cama de mis padres, pero para eso tenía que cruzar el portal y parte de otra habitación. Cerraba los ojos con fuerza para no ver nada en la oscuridad. Llegaba a tientas a la cama de mis padres.

Me daban mucho miedo los pozos, tan profundos y tan oscuros, a veces, tirábamos una piedra y contábamos, con los ojos cerrados, cuanto tardaba en llegar al agua. Alguien se ahogó en un pozo. Yo pensé que el suicida había sentido una llamada desde el fondo del abismo a la que no había podido resistir.

La muerte, siempre presente, formaba parte de mis miedos.  Nunca había visto un muerto, una sola  vez, vi los pies de un accidentado calzado con abarcas y sin calcetines, lo habían tapado con una manta. Esos pies me persiguieron en mis sueños durante mucho tiempo. Me aterraba  oír las campanas, que tocaban a muerto, durante toda la noche, el día de Todos los Santos.  

                                 

 

© Socorro González- Sepúlveda Romeral

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