lunes, 29 de noviembre de 2021

Cristina Vázquez: El buen dormir

 


Siempre fue nerviosa. Ya lo decía su madre que desde niña siempre durmió mal.

A Matilde le alteraban el sueño la luz de las farolas, o el ruido de los transeúntes al pisar la alcantarilla, o los maullidos de Pandolfo, que la niña afirmaba doctoral eran almitas del purgatorio.

—Delicadezas de princesa tiene mi hija —afirmaba contundente la madre a sus compañeras de costura en el taller donde trabajaba.

Y sin duda, delicada resultó Matildita para el dormir. En cambio, aunque nunca perdió su aire doctoral, al crecer, este se fue suavizando en una cara de simpáticos hoyuelos, nariz respingona y una expresión de pícara inteligencia en los ojos. Además, fue una estudiante aplicada que le permitió licenciarse en Geografía y con tal motivo pretendía recorrer mundo para conocer los accidentes geográficos en su esencia, aseguraba pomposa.

Consiguió una beca para venir de su Chile natal a estudiar a la madre patria. Antes de empezar el curso se fue a vivir a casa de unos parientes en Galicia, lugar nombrado tantas veces con melancolía por la madre, que adornaba esa tierra con todas las virtudes y bellezas que recordaba de su infancia.

Y allí apareció la chilenita, como la llamaron desde el primer momento, causando curiosidad y sorpresa a los del pueblo. La tía abuela Jacinta la instaló en el mejor cuarto del primer piso de su vivienda. Una habitación aseada y llena de recuerdos, algunos de su madre. Una habitación que Matilde sintió como propia nada más entrar.

Agotada, se acostó en la cama un poco húmeda en el que se mezclaba el olor a espliego y a lejana boñiga de los animales. Una cama blanda, acogedora, en la que esperaba soñar y soñar. Pero al apagar la lámpara, pese al antifaz que siempre se ponía para que no le molestara la luz y los tapones en los oídos, una claridad intermitente e intensa que se colaba bajo las contraventanas, y el ruido de los cascos de los animales por la trocha le impidieron dormir.

A la mañana siguiente, la cara de desolación de la tía Jacinta al ver lo demacrada que estaba la sobrina, era sincera.

—¡Ay! pobre Matildiña, después del viaje tan largo, no dormir —le decía pesarosa—.

Es una faena.

De repente, se le iluminó la expresión a la anciana mujer y afirmó que tenía la solución. Llamó a una vecina y dio unos recados. Le dijo a la chilenita que no se preocupara que todo tenía remedio.

—Ya verás como sí —y una sonrisa algo desdentada iluminó la cara de Jacinta.

Al cabo del rato llamaron a la puerta y apareció un mocetón cumplido. Alto, rubio tirando a rojizo, con una suave pelusilla en los brazos y unos ojos de un azul tan intenso, que parecían haberse bebido el mar.

—Este mozo es Luisiño, el más seguro de la comarca. Te dará un paseo en su barca y dormirás.

Matilde no entendía la relación entre el dormir y la barca, pero se fue encantada con el hombretón que enseguida la enlazó por la cintura guiándola con seguridad hacia el faro. Se pararon un momento a contemplar la increíble torre que aún alumbraba desde los romanos, le dijo él.

—La Torre de Hércules —añadió ella con su encantador aire doctoral y una mirada apreciativa al faro y al hombre

—Tú vas a dormir bien —le aseguró sonriente Luis— y no volverás a irte lejos, porque si no yo tendría que subir a lo alto para llamarte a través de la mar océano y no quiero.

El hablar suave, las cosas sorprendentes que le iba contando y su presencia firme, dulce y próxima, le dieron una flojera a Matilde que ella interpretó como efecto del cansancio y el cambio de horas.

Al llegar al pie del faro, una barquita pintada de verde se balanceaba esperando a su dueño, pero la joven aseguró que se sentía incapaz de subirse a ella pues se marearía.

—No te preocupes, bobita, ese dulce balanceo no marea, pero tengo una cabaña ahí abajo, también de tiempos romanos, donde estaremos tranquilos.

Tranquilos no estuvieron, pues el dulce balanceo fue de otro oleaje y cuando Luis la tocó en el hombro ya era de noche y entraban las ráfagas de luz del faro por debajo de la puerta.

—Ya te dije que dormirías.

La vieja Jacinta en su casa, se acababa un puro sentada cerca del fuego con una comadre.

—Ya lo sabía yo que Luisiño la haría dormir —escupió una hebra de tabaco—. Espero que acepte el dinero pactado, porque son muchas las horas que lleva con la chilenita. Pero es que no hay nada peor que no dormir. Si lo sabré yo.

Y se arrebujó en el chal mirando cómo las llamas se iban consumiendo.

© Cristina Vázquez

No hay comentarios:

Publicar un comentario