Desde el lejano siglo XVIII mi
familia ha tenido fama de ser algo peculiar. Comenzaré por el principio. Creo
que todo viene de cuando la bisabuela de mi tatarabuela, en plena Revolución
Francesa, poco antes de que le cortaran la cabeza al rey y luego a la reina, se
le ocurrió traer al mundo a su único hijo al mismo tiempo que la duquesa para
la que trabajaba.
Esa noche la alcoba principal
estaba iluminada con la luz de cientos de velas, vibraba con las idas y venidas
de doncellas que llevaban y traían el agua caliente y la figura de la matrona a
la espera de los acontecimientos. En el cuchitril de Amélie tan solo se movían
las sombras de un cabo de vela que apenas alumbraba. En toda la casa solo se
oían los alaridos de la duquesa y la fuerte respiración de la criada.
Por fin nacieron los dos
niños. Uno rubio, el otro moreno. Lloraban con tanta fuerza que nadie dudó de
que llegarían a ser cantores. Amélie se dio prisa en arreglar a su hijo y
componerse, tenía que ir a la habitación de la duquesa. Estaba todo previsto. Ella
amamantaría a los dos chiquillos.
Bajaba por las escaleras con Maximilien,
su bebé, cuando una multitud enardecida comenzó a derrumbar la puerta de
entrada. Rauda, se introdujo en la habitación de la duquesa, que despavorida,
le suplicó que salvara a su niño.
―¿Qué nombre le pongo, señora?
―Louis ―pronunció con voz
temblorosa.
Amelie no era de las que perdía
tiempo. Se puso a la espalda un canasto con ropa y con los dos niños en brazos
corrió por los largos pasillos, bajó majestuosas escaleras, cruzó puertas
labradas, pasó por la cocina y arrampló con todo el pan y el embutido que había
sobre la mesa. Al llegar al sótano se introdujo en el túnel oculto para los extraños,
pero no para ella. Después de mucho caminar entre sombras salió al límite más
apartado del parque, junto al sendero de los álamos. Se detuvo y con el corazón
en la boca contempló el imponente palacio que se deshacía en llamas.
Tomó aliento y siguió andando
hasta encontrar una casa medio derruida en las afueras de una aldea lejana. Se sentó
en un camastro, les dio de mamar y con los niños a ambos lados, se durmieron
los tres.
Despertó con el llanto de los
bebés y al alzar la vista se encontró rodeada de seis adultos, dos adolescentes
y cuatro pequeñajos que los miraban con estupor. Era una troupe de
saltimbanquis que estaban de paso. Contó lo ocurrido al palacio sin dar muchos detalles
y se apiadaron de ella, siempre y cuando hiciera algo para ganarse la pitanza
de cada día. Siendo niña se le daba bien caminar, saltar, hacer piruetas subida
en zancos y pensó que era el momento para sacar provecho de aquellas
habilidades.
Hoy, al cabo de tantos años,
sus descendientes continúan la tradición. Uno se fue a Suecia para formar parte
del Cirkus cirkor, le gustaba ese juego de palabras comparando circo y corazón.
Otro no salió de Francia y trabajó en el Cirque Plume, revolucionando el arte
de la pista al combinar fiestas, sueños, y poesía. Algunos trabajan en el
Cirque du Soleil, recorriendo el mundo; yo voy de pueblo en pueblo montando
atracciones de feria y haciendo las delicias de los pequeños.
Nunca se habló en nuestra
gran familia quién era de sangre azul y quién no. Todos la tenemos roja.
© Marieta Alonso Más
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