Cuando era niña, en mi aldea vivía una mujer, Gertrudis, que no tenía marido. El hombre había fallecido de un ataque de mal humor. Era madre de dos niños idénticos, a los que yo siempre confundía y ellos me ayudaban a que el embrollo perdurara. Era tan alta que todos los hombres resultaban pequeños a su lado, y tan robusta que al verla con el hacha cortando leña hasta el más valiente se alejaba. Menos yo que la admiraba.
Todo el tiempo usaba
pantalones de pana y una camisa a cuadros, salvo los domingos cuando iba a misa
escoltada por sus gemelos. Era curioso. A pesar de su estatura y fortaleza,
aquel vestido gris con cinturón negro y cuello bordado en blanco, conseguían
hacerla parecer frágil.
Solo tenía una amiga, la
Paca, las demás dejaron de visitarla tras el funeral de su marido. Les pareció
mal que lo despidiera con estas palabras: «Gracias por haberte muerto». Luego,
también fue motivo de murmuraciones el epitafio que grabó en la lápida: «En
memoria de los escasos buenos tiempos que pasamos juntos».
¡Hipócritas! Comentaban la
Paca y ella, refiriéndose a las otras, cuando se sentaban a tomar el rico limoncello,
hecho con una receta traída de la Costa Amalfitana, región de la que procedía
la abuela de Gertrudis. Cada noche, después de cenar, se sentaban las dos
amigas en el porche frente a una mesa pequeña con un mantelito bordado, una
preciosa licorera y dos vasos. De allí no se levantaban hasta que del licor no
quedaba ni miajita, y el escaso trajín de la calle alertaba de que ya era hora
de irse a dormir.
Fue una buena mujer. Lo sé
porque con el tiempo me casé con uno de los gemelos, o con los dos. Aún hoy
sigo trastocándolos.
© Marieta Alonso
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