lunes, 28 de febrero de 2022

Cristina Vázquez: La vuelta

 


Se empeñó en volver a la aldea donde había nacido. Por más que los hijos, después de tantos años vividos en un pueblo al pie de los Alpes suizos, trataban de convencer a Edelmira de que no pintaba nada en ese apartado lugar del mundo. Ella, cabezota como era aseguró que vivir a lo mejor no pudo vivir donde quiso, ni con quien quiso, susurraba muy bajito, pero que morir iba a ser donde a ella le diera la real gana. Y con una brusca palmada terminaba la conversación.

Los tres hijos, hombres hechos y derechos, se miraban desolados conscientes de la voluntad imbatible de la madre. Desde que lo dijo se sentó en el pequeño mirador del apartamento que se había hecho en el hotel y afirmó que si no la devolvían rápido a su aldea se moriría. Miró a los tres con esos ojos incendiarios que tan bien conocían y tanto temían y con voz atronadora les amenazó.

—Si me muero sentada en esta silla mirando a ningún sitio, en vez de a mis queridas montañas —y les señaló uno a uno—, os perseguiré desde el otro mundo.

Acostumbrados a sus amenazas, que en general cumplía, el poder de Edelmira sobre sus hijos era enorme y se tomaron muy en serio sus deseos. Fue una mujer echada “pa lante”, como le gustaba repetir a ella, a la que en el pueblo pusieron el sobrenombre de faldas de acero.

Agarró a los tres mocosos y al tonto de su padre, al que ninguno se parecía, como también le gustaba repetir, y se vino a hacer de ellos unos hombres de bien y a buscar un sitio donde ganarse la vida. Y así fue. Le buscó al marido, el Juanón, un puesto de camarero en el restaurante del mejor hotel del pueblo y como el hombre era bien mandado enseguida se hizo con el trabajo, mientras ella consiguió estar en la recepción. Cómo convenció al dueño, un hombre soso y barrigón, nadie lo supo, pero a los tres meses de llegar a Suiza chapurreando el francés, Edelmira adornaba con su buena planta, sonrisa, decisión y bien hacer la administración del hotel. El dueño se iba a hacer montañismo en invierno y a pescar en verano. Ella amplió el negocio consiguiendo ponerlo de moda.

Algunas noches, cada vez más, se quedaba a dormir en el hotel y cuando el dueño murió pasó a sus manos. Al marido lo envió a España, pues no hacía más que anhelar su patria y ella no podía más de lamentos y suspiros.

Al cabo de quince días los hijos tenían organizado el viaje y habían hablado con unos parientes para que a la llegada les acogieran unos días en su casa. Al llegar todo le pareció raro a Edelmira. ¿Dónde estaba la herrería y por qué no estaba la casa del tío Eustaquio? ¡Que se había muerto Rosina! nadie se lo dijo. También habían tirado el mercado cubierto. Nada. Nada era igual, se lamentaba la anciana con gesto desabrido.

—Y ese edificio tan alto —preguntó en voz áspera—. Vaya mamarrachada aquí en medio.

—Ese edificio es un hotel parecido al nuestro —le aseguraron los hijos.

Y así estuvo rezongando unos cuantos días, obsesionada por esa construcción que ella no veía claro qué pintaba ahí. Los hijos se fueron despidiendo uno tras otro de ella.

—Madre no podemos dejar tanto tiempo el negocio sin ninguno de nosotros para controlar —le decían con gesto compungido—. Usted nos enseñó que el trabajo es lo primero.

Antes de marcharse el último, el pequeño, el que a ella más gracia le hacía, le sugirió que dieran un paseo de despedida y fueran a ver el edificio nuevo.

—Ese hotel que tanto te preocupa —le dijo con dulzura—. No te quedes con ganas de conocerlo.

Se acercaron en el coche del pariente, pese a las protestas de Edelmira, de que no hacía falta, si estaba muy cerca y ella aún tenía buenas piernas. Al llegar el hijo le conminó a que se fuera adelantando que él iba a aparcar. Entró y vio una recepción con unas mujeres uniformadas y sonrientes que enseguida quisieron llevarla a su habitación, pese las protestas de que ella solo estaba de visita.

—Mi hijo está aparcando. Enseguida vendrá y daremos una vuelta para conocer el lugar.

Después de dos horas sentada esperando. La amable joven uniformada, la cogió del brazo y se la llevó susurrando dulces palabras a un cuarto amplio que daba al rio.

—Aquí estará muy contenta doña Edelmira —le iba murmurando pasillo adelante.

© Cristina Vázquez

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