martes, 29 de marzo de 2022

Cristina Vázquez: Genética musical

 
No soportaba la falta de interés y cualidades que tenía el coro de la parroquia, formado por un grupo de zafios muchachotes que acudían a vociferar obligados por los curas del colegio adyacente. El padre Romualdez afirmaba presuntuoso que ese pequeño orfeón traería fama a l pueblo y fe a los parroquianos de la ciudad.

Habían contratado para dirigir el coro a Diego, el joven profesor de música del colegio, recién llegado de Austria de estudiar con una beca. Sus ilusiones de encontrar reconocimiento para sus composiciones y obtener fama y dinero se fueron desvaneciendo a la misma velocidad que sus escasos recursos. Aceptó el trabajo como mal menor para subsistir y tener tiempo para su arte. Se convencía a sí mismo mientras trataba de acabar el motete que se le había ocurrido y que cantaba para sus adentros, sin conseguir plasmarlos con la energía y el virtuosismo que él deseaba.

No en vano, era descendiente de un afamado músico cuyas composiciones se tocaban en teatros importantes y su nombre salía en la Historia de la Música. Sentía que la genética se apoderaba de él con voluntad propia y se propuso dar brillo al nombre y continuar la saga musical de la familia. Y ese era el empeño de su vida.

Su físico un poco desmañado, resultaba interesante por sus profundos ojos llenos de melancolía, sus andares elásticos y la dulzura de su voz. Él los potenciaba dándose un aire bohemio, un poco de opereta. Se dejaba crecer la melena, que sí tenía lustrosa con bucles envidiados por alguna osada profesora, como María de los Remedios, la de arte. Trataba de componer una expresión entre doliente y elevada para convencerse y convencer de su inevitable genio.

—Mi apellido me condiciona musicalmente —confesaba en cuanto tenía una oportunidad. Y muchas mujeres suspiraban.

Pero, aunque trabajaba con bastante ahínco, las clases de música, el tontear con la profesora de arte y para colmo los ensayos del coro, le alejaban de la tonalidad deseada del motete, y de otra melodía que podría desembocar en sinfonía y que se le iba metiendo en la cabeza.

Diego se casó con María de los Remedios, la esbelta profesora de arte que al poco tiempo comprendió que la obra soñada no avanzaba a la velocidad de los gastos, y que su recién estrenado marido necesitaba un poco de energía. Energía que a ella, mujer decidida y luchadora, le sobraba.

Así que le puso un plan de trabajo para que cumpliera y fuera orquestando lo que quisiera. Además, debería hacer la pelota al padre Romualdez y dar fuste al desmañado coro, le sugirió con autoridad.

Una vez que terminó el motete con entusiasmo, gracias a la vigilante y aprobatoria actitud de ella, y comenzó la sinfonía que se quedó en un adagio facilón y sensiblero, María de los Remedios recurrió a un buen amigo que conseguía envejecer obras de arte.

—No es falsificador, Diego, cariño —le confesaba mimosa—. Es otro artista, como tú, que necesita vivir.

Le llevó un par de partituras y consiguió echarle doscientos años encima y las presentó como un gran hallazgo del antepasado compositor. El entusiasmo del padre Romualdez fue enorme y lo mostraba como un descubrimiento único patrocinado por su orden. Obligó a que se cantara en el coro pagando una sustanciosa cantidad para quedarse con la partitura. Sus sueños empezaron a crecer: la expondría en la Catedral y se podría hacer una gira con ese coro o con otro, y quizás, con unos arreglos Diego conseguiría hacer una música moderna y a lo mejor…

A lo mejor, le dijo su mujer al volver a casa después de cobrar el dinero. A lo mejor, mi amor, nos pillan, así que andando para otro sitio que quedan muchas partituras por descubrir.

© Cristina Vázquez

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