domingo, 29 de mayo de 2022

Cristina Vázquez: El largo vuelo

 


Después de catorce horas en autobús llegó a una polvorienta estación en la que no vio ninguna cara conocida. Ni la deseada, ni cualquier otra que le fuera familiar. Nadie le estaba esperando y hacía tres días que había avisado de su llegada.

En ese momento empezaron a sonar en el móvil pitidos con mensajes, pues no había cobertura entre los altos y nevados picos que habían atravesado. Uno de los mensajes le dejó paralizado

Mientras pedía un café y un bollo de aspecto mohoso para reponerse del cansancio pensó que si las casualidades existían esta era una de ellas. ¿Sería verdad? ¿Por qué habían esperado tanto para avisarle?

En vez de salir corriendo a coger un taxi que le llevara a la dirección de su destino, se apoltronó paralizado en el asiento corrido de eskay de esa cantina. Tras palpar su bolsillo se quedó traspuesto.

Diego, Dieguito, le decía una voz cálida llena de resonancias amables. ¿O eran turbias? En el sueño resultaban amables, tiernas, llenas de una sincera conmiseración. Un toque en el hombro le despertó. Se limpió la baba que le caía por la comisura de la boca abierta y se enderezó.

—Señor, se tiene que marchar —le soltó con acritud el camarero—. Vamos a cerrar.

Al salir de la estación le sorprendió la noche amplia, despejada bajo una luna de inmutable blancura y unas estrellas que parecían hacer guiños desde lo alto. Sí, guiños, se dijo, igual que el mensaje que recibió en el teléfono. “Urgente. Ven. La Casilda se muere” No dudó en hacer el petate y acudir en ese trasnochado y ruidoso autobús para darle el último adiós a La Casilda, su casi madre, su casi diabla. Pero ella fue la mujer que lo recogió de un basural en el que mendigaba y lo hizo chico de recados de las mujerzuelas a las que explotaba.

Él engordó, creció como pudo entre ese desorden, gritos y arrumacos de las pupilas. La mujer siempre le protegió y prohibió que al chico le tocara ni hiciera nadie daño. Y aunque le miraba con ojos aventados, a veces rojos de ira o de espanto, otras, una ternura líquida y azulada los impregnaba.

—Diego, Dieguito, tú serás mi poeta —le decía con una seguridad abrumadora—, por eso te voy a mandar al colegio y escribirás mi gloria.

El niño no sabía lo que era un colegio ni una gloria. Una buena mañana le subió La Casilda a un autobús, parecido a aquel del cual se había bajado y le dijo que ese autobús le llevaría al conocimiento y a una nueva vida.

—En vacaciones volverás —le iba consolando mientras lo acomodaba con su exiguo equipaje—. Tesoro mío, escríbeme en cuanto aprendas.

Ese primer viaje no lo olvidaría nunca. La blancura de la nieve, el cielo azul como de porcelana intensa y la angustia de lo desconocido impregnada en su mirada huidiza. Lo último que vio fue la mano de La Casilda moviéndose en el aire. Y fue en ese primer viaje en el que todo resultaba terrible, esperanzador y novedoso. Cuando paró el autobús para un descanso vio un pájaro negro parecido a una urraca posado en una valla del mirador más alto de Los Andes. El animal no se movió, es más, a Diego le pareció que se acercaba a él como esperando algo. Se dejó tocar y el suave contacto del plumón le llenó de confianza, aunque se le arrasaron los ojos. El pájaro echó a volar y ejecutó una especie de danza frente a él.

Buscó, bajo esa amplia noche, un taxi que le llevara a casa de La Casilda. En el bolsillo manoseaba el primer ejemplar de su libro de poesías que había ganado el premio al mejor poeta novel “El largo vuelo” que quería entregarle. Y pensó que ese librito con el que le habían premiado era la mejor manera de cantar la gloria de esa mujer.

© Cristina Vázquez

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