jueves, 19 de mayo de 2022

Liliana Delucchi: En la terraza

 



Con la mantilla gris, porque ya llevaba medio luto, y yo con una blanca, dado que entonces tendría siete u ocho años, iba con mi nonna camino de misa aquel domingo de finales de verano. Salíamos desde casa con la cabeza cubierta, me imagino que era para que los vecinos supieran de nuestra devoción y el destino de nuestros pasos.

Al cruzar una bocacalle lo vimos: Un pájaro dando sus últimos aleteos. Era gris, pequeño, y lanzaba un sonido que hizo que se me levantara el vello de los brazos. Nunca hasta entonces había contemplado un ser agonizante y esa imagen quedó grabada en mi retina. La verdad es que no sé si fue aquella visión, pero cada vez que veía un gorrión o una golondrina volar en mi dirección me tapaba la cabeza con el brazo. Mi aversión se extendió a todos los seres volantes, como solía llamarlos, y a pesar de temblar de asco y de miedo viendo la película de Hitchcock para ver si lo superaba, nunca lo conseguí.

Cuando años más tarde hice terapia, mi psicoanalista estaba más interesada en mis desarreglos emocionales que en la fobia a las aves, así que no insistimos en el tema. Y ahora estoy sentada en esta terraza, contemplando un pájaro inmóvil sobre la veranda del hotel y tengo una sensación de quietud que me resulta desconocida. Me arrebujo en la manta que me cubre y me sueno la nariz. El aire está frío a esta altura y hasta me lloran los ojos. Pero no me muevo. La inmensidad de Los Andes me sobrecoge y creo que a él también, aunque esté acostumbrado y este sea su hábitat.

Gira la cabeza, me mira con esos ojos profundos que me inquietan y no soy capaz ni de mover los pies que siento helados. Debí hacer caso y ponerme los calcetines de lana gruesa que me ofrecieron comprar a la entrada del pueblo. Los de ciudad creemos que por haber viajado sabemos más que los lugareños… La prepotencia del ignorante.

El pajarraco sigue quieto. Yo también. De pronto, voltea su testa hacia la derecha en dirección a unas nubes que avanzan rápidas. Puede que en un rato el cielo se cubra y tengamos que dejar la terraza los dos. Pero cada uno en su dirección. ¡Por favor, que no se me acerque! Si lo hace le tiraré la manta encima y llamaré a algún camarero. Cojo mi libro, pero sigo mirándolo de reojo. No me puedo concentrar en la lectura. ¡Maldito pájaro!

De pronto en un aleteo rápido se baja de la veranda y, caminando con esas patas que heredaron de los dinosaurios, se dirige hacia mi sillón. Dejo el libro sobre la falda y comienzo a hacer ruido con las manos, pero el muy cretino debe creer que estoy aplaudiendo su actuación porque sigue avanzando hacia mí. Así como en la facultad nos gustaba imaginarnos a los profesores en el retrete para darles una pátina humana, intento visualizarlo rodeado de patatas en la fuente del horno. No surte efecto. Quiero gritar pero no puedo. Es como si un carozo del fruto más grande del mundo se hubiera hecho un sitio en mi garganta. El bicho sigue su andar y ya llega hasta el borde de la manta que me cubre las piernas. Me la quito y se la tiro encima. Hay movimientos debajo de esos cuadros escoceses. Le arrojo el libro, pero no le doy. Un pico negro seguido de una cabeza del mismo color se asoma por un extremo de la frazada. Los sigue el resto del cuerpo. Cierro los ojos con fuerza para que no me los picotee. Silencio. Quietud. Cuando vuelvo a abrirlos, solo un poquito, lo veo a pocos pasos de mi pie derecho. Con el izquierdo me quito el botín y estiro la pierna derecha hasta tocarlo con el dedo gordo. Acerca el pico a mi media y el carozo que tenía en la garganta parece que ha desaparecido, porque alcanzo a decirle: “Hola, querido.”

© Liliana Delucchi

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