viernes, 13 de mayo de 2022

Malena Teigeiro: La urraca

 



Marta iba a un colegio de monjas al que solo acudían chicas. En la acera de enfrente había otro de frailes en el que estudiábamos los chicos. A este último íbamos su hermano y yo. Al tener la misma edad, coincidimos en la misma clase y nos hicimos amigos. Al igual que nosotros, poco a poco nuestras madres se fueron conociendo, y por eso, el primer día que Marta fue al colegio de enfrente, la vi. Era pequeñita, tal vez tenía solo tres años, algo gruesa y con unos ojos grandes en los que parecía que le hubieran vaciado un par de paladas de carbón. Recuerdo aquella mañana con toda claridad. Iba de la mano de su madre, con el negro cabello peinado muy tirante en dos coletas rematadas en sendos lazos azul marino. La raya, que le llegaba hasta la nuca, parecía que se la hubieran hecho con un tiralíneas. Al verme, me miró sonriente y me dejó ver sus pequeñísimos dientes. Aunque yo era cinco años mayor, creo que en ese instante decidí que me casaría con ella.

Apenas había cumplido quince, cuando comenzamos a salir solos. A partir de ese día empecé a descubrirla. Era curiosa. Quería conocer y probarlo todo. Le interesaba el funcionamiento de cualquier invento, y sin que ella lo supiera, Marta era una gran deportista. Sobre todo, era muy buena en los deportes de nieve. Volaba a mi lado por las pistas de Formigal con la elegancia de una paloma, y su risa se confundía con el rasgar de sus esquíes.

El día que la vimos habíamos estado esquiando toda la mañana. Cansados, subimos a la cafetería y el entrar en la terraza ella se encontraba apoyada en la barandilla de madera que se abría sobre el barranco. Marta se le acercó y silabeando dulces palabras, le acarició las plumas. Al verla, temblé. Recordé a mi abuela. Era gallega y su vida y espíritu estaban llenos de supersticiones. Si ves a una urraca sola, tendrás malas noticias: Anuncia la muerte. Sin que Marta se diera cuenta, me coloqué detrás de ella y comencé a agitar los brazos. La urraca volvió la cabeza y, altiva, pareció mirarme como si me estuviera maldiciendo por haber impedido su momento. De pronto, abrió las alas y elevó el vuelo.

–¡Qué preciosidad! ¿No crees?

Era tan triste la mirada de Marta que me sentí peor que si me hubiera llamado ruin por haberla privado de ese momento.

A partir de entonces su carácter cambió. Aquella manera de ser suya, alegre y confiada, poco a poco fue desapareciendo igual que lo había hecho su infancia. Nunca volvió a ser la misma niña que confiaba en mí como si fuera el ser más importante de su vida. Incluso a veces me parecía sentir que le molestaba mi presencia.

––Desde que se ha hecho mayor, Marta no es la misma –me confesó mi madre una noche.

Y añadió que debía pensar mejor si era el tipo de mujer que me convenía. Me quedé mirándola sin decir una palabra y me fui a la cama sin cenar. ¡Cómo se atrevía!

Durante las vacaciones de verano, me dijo que quería estudiar ingeniería y que lo iba hacer en Madrid. Añadió, con la cabeza muy alta y el rostro muy serio, como dándome a entender que no había vuelta atrás, que creía que teníamos que olvidar lo nuestro. Se detuvo y levantando la mano, agregó que comprendiera, que nuestros juegos de niños se habían terminado. Ahora ella iba a conocer otra vida y no quería tener ataduras.

Aunque desde esa tarde no volvimos a salir, cuando me enteré por su hermano que se iba, fui a la estación a despedirla. La última imagen que tengo de ella es apoyada en la ventanilla, sonriente y agitando la mano igual que aquel medio día la urraca agitó las alas.

A partir de entonces comencé a escribirle. Mis cartas eran largas, las de ella, cuando me contestaba, apenas unas notas. Pero pronto dejó de hacerlo. Luego, sin entenderlo, comenzaron a llegar mis cartas de vuelta.

Las primeras vacaciones que volvió a la ciudad, estaba diferente. Muy delgada, pálida y los carbones de sus ojos parecían arder. Sin siquiera haberlas terminado volvió a Madrid. A partir de entonces las noticias que me llegaban prefería no escucharlas. Nunca más apareció por el pueblo hasta que la trajeron. Según contaban, sus ansias por conocer y probar todo habían acabado con ella.

Esta noche ha caído una gran nevada y las montañas están blancas. He vuelto a esquiar y la urraca está otra vez en el mismo sitio. Sobre la barandilla de madera. Me mira con desprecio. Y al igual que hizo la otra vez, levantó el vuelo. La miré fundirse con el cielo. Después de unos instantes de no verla, dudé si abrir mis alas y a saltar. Quizás, como ella, llegaría hasta el cielo y podríamos reunirnos otra vez. Aunque temo que no quiera verme.

© Malena Teigeiro

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