domingo, 19 de junio de 2022

Liliana Delucchi: Lilas

 



Se detenía en ese escaparate todos los días cuando regresaba de comprar el pan. Le fascinaban los colores, sobre todo los de los hilos, imaginando lo que haría con ellos. Sin embargo, los comentarios que había escuchado sobre la anciana, sentada en una silla de enea detrás de un mostrador, la mantenían delante de la puerta acristalada sin atreverse a entrar. Cotilleos de barrio, pero uno nunca sabe…

Cuando llegaba a su casa, antes de meter la llave en la puerta, pensaba que debería haber entrado. Si la señora era bruja quizás podría beneficiarla, pronosticarle un futuro con tonos primaverales, como los de los cordones de la vidriera. Entonces volvía a recorrer el camino hasta la tienda... Y vuelta a casa.

Era martes por la tarde cuando, de regreso de la consulta del médico para el chequeo anual, algo la impulsó a entrar. El olor a madera encerada mezclado con un perfume desconocido y la penumbra del local matizado con las luces del techo, le hicieron sentir que estaba en un lugar mágico. Entonces la vio. No era tan mayor como la pintaban los vecinos, quizás algo delgada, pero su pelo encanecido estaba bien peinado. Seguro que hoy fue a la peluquería. La señora levantó la vista de su bordado y le regaló una sonrisa de bienvenida que invitaba a acercarse.

—¿Puedo ayudarla? —su voz sonó cálida, tal vez un poco ronca y a la joven le recordó a una cantante mexicana que había muerto tiempo atrás.

—Hilos de colores —fue su respuesta.

La anciana, dejando su labor sobre el mostrador, abrió un cajón donde se desplegaban todos los matices del universo y extendió su mano sobre ellos en un gesto de invitación.

—Nunca he hecho un bordado —murmuró Clotilde y sin saber por qué sintió calor en sus mejillas.

La mujer le respondió que posiblemente era su momento de empezar y le extendió unas páginas con dibujos de ramos de flores, añadiendo que debería iniciarse por lo más fácil, quizás el punto de cruz.

Con una bolsa llena de hilos, cañamazo y un bastidor, Clotilde anduvo la calle que la separaba de su casa como si volara. Ya en el salón, se sentó en su sillón orejero, junto a la lámpara e intentó recordar las instrucciones de la ochentona Antonieta. No es difícil, la escuchó decir en medio del tintineo de las campanas de la puerta cuando dejaba el local. Eso será para ella, porque lo que es para mí…

Encendió la luz y miró el retrato que había sobre la mesa camilla. Su querida hermana le sonreía desde un paraje lejano y por un instante sintió no haberla acompañado. Nunca tuve su osadía. Donde ella veía grandes oportunidades y una vida nueva, yo solo imaginaba rostros desconocidos que hablaban en lenguas que nunca llegaría a aprender. Se la imaginó vagando por sitios ignotos junto a ese hombre al que la familia no aceptaba y al que la pequeña María siguió sin dudar. ¿Encontraré alguien igual? ¿Un mozo que me envíe flores por mi cumpleaños?

Son las cinco de la tarde, buena hora para la infusión con un trozo de tarta. Se levanta del sillón y con la parsimonia de quien quiere retrasar una tarea se dirige a la cocina a prepararse un té. Cualquier cosa con tal de demorar la faena de enhebrar la aguja.

Con ansiedad y un poco de vergüenza, el jueves volvió a la mercería.

—¿Ya? —la interrogó la mujer— Sí que te has dado prisa.

Clotilde buscó en su bolso y le mostró lo que había hecho hasta entonces: La base de un jarrón que esperaba ser completado con flores.

Antonieta le preguntó cuáles eran sus preferidas.

—Las lilas —contestó la joven—. Siempre he esperado que algún caballero me regalara un ramo, pero como eso no ha sucedido, me las regalo yo.

—Deberías saber que tejer o bordar no es solo un pasatiempo, es un arte. Más que eso, creo que si cada vez que enhebras una aguja puedes ver más allá del hilo quizás tu diseño adquiera la magia que pones en él.

Absorta como estaba con las palabras de la anciana, casi tropieza con un señor al salir de la mercería. El hombre se disculpa y Clotilde le dice que no, que ha sido ella y levanta la vista hacia unos ojos oscuros que le sonríen. Ella devuelve la sonrisa y vuela, más que camina, hacia su casa.

Le dieron las once de la noche entre puntadas. El estómago le recordó que no había cenado y tras prepararse algo rápido encendió la televisión.

A la semana siguiente, con el pan y unos bollos en la bolsa, volvió a la tienda a mostrar a la anciana sus progresos… Y allí estaba él, comprando botones.

—Lleva una semana viniendo por aquí —le susurró Antonieta señalando hacia donde estaba el caballero—. Hoy son botones, ayer una cremallera, el día anterior unos hilos. Creo que está intentando un encuentro.

Clotilde siente una presencia a su espalda y una voz grave que dice “¡Qué bonito!” Cuando ella le extiende su bordado, le oye mannifestar que también las lilas son sus flores preferidas.

© Liliana Delucchi

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