miércoles, 7 de diciembre de 2022

Caleti Marco: A mil años de aquí

 


Me sentía orgulloso de pertenecer a esta era. Los humanos del nuevo milenio no éramos gente corriente, no éramos como la de antes; nuestro nivel intelectual y cognitivo había superado con creces los estándares convencionales.

     

Corría el año 3020. Jacobo recibiría su tercer implante en pocos días; ya no era necesario el aprendizaje convencional. Desde el inicio del milenio, al cumplir cinco años el saber era incorporado artificialmente al cerebro de los pequeños. Un chip de enésima generación les proporcionaba todo lo que deberían saber con esa edad. La segunda dosis la recibirían a los ocho años y una tercera a los diez. Por último, la más importante sería incorporada con la llegada de la mayoría de edad.

       

Recuerdo el día en que me hicieron la primera implantación. Hasta ese momento, durante mis primeros años de vida, nuestro cometido había sido cultivar el afecto e intercambiar demostraciones de cariño en el núcleo familiar. Hacer realidad la semilla del amor que iría creciendo por si sola a lo largo del tiempo.

       

Con la primera dosis de conocimiento, cumplidos los cinco años de edad, percibí de inmediato que sabía leer y escribir a la perfección. Noté como las palabras fluían en mi lengua materna —lengua que había ido balbuceando durante los años precedentes—. También sabía sumar, restar, multiplicar…. y todas las operaciones matemáticas habidas, sin que faltasen las primeras nociones de naturaleza, geografía, historia y humanidades.

 

En la jornada «escolar» –que por cierto ocupaba tan solo tres horas al día— trabajábamos por proyectos. El objetivo era aprender a interrelacionar unas materias con otras, unos conceptos con otros, hasta incluso llegar a interconectar criterios cartesianos con metafísicos llegado el caso, con profundos debates, hasta emitir un juicio o conclusión. Todo ello extraído de nuestra adquirida sabiduría inoculada. Los profesores eran «guías» formados para hacernos pensar, en absoluto obligados a transmitir conocimiento alguno: ¡los teníamos todos!

Tres horas más, hasta completar seis en total en el centro de «estudios», estaban destinadas a trabajar el cuerpo, practicar deporte, o entrenar la mente a través de la ensoñación mental, el desdoblamiento psicosomático y la meditación.

       

El resto del tiempo era para nosotros. Gozábamos de una sana calidad de vida que nos permitía elegir, alimentar nuestros apegos con la familia o con nuestros amigos; jugar, viajar, «éter transportarnos» si así lo deseábamos para conocer in situ lugares y culturas que ya teníamos incorporadas a nuestra memoria a través de la tecnología. Compartir ideas y tiempo con diferentes grupos demográficos más allá de nuestras fronteras en vivo, o en remoto a través de nuestros dispositivos de interconexión cerebral.

 

Mañana sería un día especial, cumpliría diez años y me inocularían una nueva dosis. Mi único temor era si se completaría en mí el efecto en su totalidad, y sin «contra consecuencias». No todos los implantes que se llevaban a cabo tenían el mismo resultado.

 

Estaba demostrado que el grado de eficacia total sobre la población era del 95%, a estos se les denominaba «completos». El 5% restante se clasificaba como «defectuoso» o «disasimilados», destinados a desempeñar en el futuro labores ocupacionales de segundo orden.

       

En nuestra era, no existían discapacitados, ni disminuidos mentales por fallo genético o circunstancial, ya que en cuanto se detectaba se corregía, ya fuese identificado el error nada más nacer o con posterioridad.  

       

No obstante, hasta el momento de encauzar la actividad laboral, todos los seres humanos eran formados por igual, a todos se les incorporaba el mismo grado de conocimiento, y eran tratados con los mismos criterios de gestión del saber —cada uno con sus limitaciones, si se daba el caso—. Al cumplir los dieciocho años todos los grupos —«completos» o «disasimilados»— eran perfeccionados, mediante la reposición de nuevos hallazgos si los hubiere y de seis idiomas básicos. Así que, de un día para otro, eran capaces de hablar, leer y escribir perfectamente inglés, francés, alemán, español, portugués y chino; en caso necesario y dependiendo de su empleo futuro podían llegar incorporar alguna otra lengua.

 

Ansiaba vivir el momento en que mis padres me llevarían a mi tercera inoculación, al Centro de Gestión e Implantación. Iba a ser mañana, el mismo día de mi décimo cumpleaños. La sensación de dominio de tantas materias al mismo tiempo era deslumbrante; ya había pasado dos veces por una experiencia similar.

       

Me levanté temprano, no había dormido bien pensando en el gran día. El procedimiento a seguir en esta fase sería diferente de las anteriores que habían sido muy sencillas y rápidas. No me dieron detalles con antelación, supe algo acerca de ella momentos antes de empezar la intervención. Cuando llegamos al Centro, abracé emocionado a mis padres y me despedí.

       

Me llevaron a una sala insonorizada y me fueron explicando las etapas de esta inoculación, cosa que pude escuchar durante tan solo los primeros minutos, después me desvanecí. Este proceso requería permanecer unas horas en «hibernación» así que me introdujeron en una cápsula donde permanecí hasta una vez concluido el trabajo.

       

—Jacobo, los conocimientos irán apareciendo en tu mente de manera paulatina, en cuestión de 24 horas —afirmó el facultativo—. Permanece tranquilo y relajado, es importante que lo hagas. Mañana comprobaremos si se ha completado y en qué grado.

 

Un muchacho esbelto y de inteligente mirada surgió de entre la luz; era Jacobo. Un ser «completo», sí, más el exceso de sabiduría había invadido su espacio cerebral y erradicado valores imprescindibles para la vida. Jacobo había extraviado lo más intrínseco del ser: la condición de HUMANO.

 

 

© Caleti Marco


No hay comentarios:

Publicar un comentario