Me
sentía orgulloso de pertenecer a esta era. Los humanos del nuevo milenio no éramos
gente corriente, no éramos como la de antes; nuestro nivel intelectual y
cognitivo había superado con creces los estándares convencionales.
Corría
el año 3020. Jacobo recibiría su tercer implante en pocos días; ya no era
necesario el aprendizaje convencional. Desde el inicio del milenio, al cumplir
cinco años el saber era incorporado artificialmente al cerebro de los pequeños.
Un chip de enésima generación les proporcionaba todo lo que deberían saber con
esa edad. La segunda dosis la recibirían a los ocho años y una tercera a los
diez. Por último, la más importante sería incorporada con la llegada de la
mayoría de edad.
Recuerdo
el día en que me hicieron la primera implantación. Hasta ese momento, durante
mis primeros años de vida, nuestro cometido había sido cultivar el afecto e
intercambiar demostraciones de cariño en el núcleo familiar. Hacer realidad la
semilla del amor que iría creciendo por si sola a lo largo del tiempo.
Con
la primera dosis de conocimiento, cumplidos los cinco años de edad, percibí de
inmediato que sabía leer y escribir a la perfección. Noté como las palabras
fluían en mi lengua materna —lengua que había ido balbuceando durante los años
precedentes—. También sabía sumar, restar, multiplicar…. y todas las operaciones
matemáticas habidas, sin que faltasen las primeras nociones de naturaleza, geografía,
historia y humanidades.
En
la jornada «escolar» –que por cierto ocupaba tan solo tres horas al día—
trabajábamos por proyectos. El objetivo era aprender a interrelacionar unas
materias con otras, unos conceptos con otros, hasta incluso llegar a
interconectar criterios cartesianos con metafísicos llegado el caso, con profundos
debates, hasta emitir un juicio o conclusión. Todo ello extraído de nuestra adquirida
sabiduría inoculada. Los profesores eran «guías» formados para hacernos pensar,
en absoluto obligados a transmitir conocimiento alguno: ¡los teníamos todos!
Tres
horas más, hasta completar seis en total en el centro de «estudios», estaban
destinadas a trabajar el cuerpo, practicar deporte, o entrenar la mente a
través de la ensoñación mental, el desdoblamiento psicosomático y la meditación.
El
resto del tiempo era para nosotros. Gozábamos de una sana calidad de vida que
nos permitía elegir, alimentar nuestros apegos con la familia o con nuestros
amigos; jugar, viajar, «éter transportarnos» si así lo deseábamos para conocer in situ lugares y culturas que ya
teníamos incorporadas a nuestra memoria a través de la tecnología. Compartir
ideas y tiempo con diferentes grupos demográficos más allá de nuestras
fronteras en vivo, o en remoto a través de nuestros dispositivos de interconexión
cerebral.
Mañana
sería un día especial, cumpliría diez años y me inocularían una nueva dosis. Mi
único temor era si se completaría en mí el efecto en su totalidad, y sin «contra
consecuencias». No todos los implantes que se llevaban a cabo tenían el mismo
resultado.
Estaba
demostrado que el grado de eficacia total sobre la población era del 95%, a
estos se les denominaba «completos». El 5% restante se clasificaba como «defectuoso»
o «disasimilados», destinados a desempeñar en el futuro labores
ocupacionales de segundo orden.
En
nuestra era, no existían discapacitados, ni disminuidos mentales por fallo
genético o circunstancial, ya que en cuanto se detectaba se corregía, ya fuese identificado
el error nada más nacer o con posterioridad.
No
obstante, hasta el momento de encauzar la actividad laboral, todos los seres
humanos eran formados por igual, a todos se les incorporaba el mismo grado de conocimiento,
y eran tratados con los mismos criterios de gestión del saber —cada uno con sus
limitaciones, si se daba el caso—. Al cumplir los dieciocho años todos los grupos
—«completos» o «disasimilados»— eran perfeccionados, mediante la
reposición de nuevos hallazgos si los hubiere y de seis idiomas básicos. Así
que, de un día para otro, eran capaces de hablar, leer y escribir perfectamente
inglés, francés, alemán, español, portugués y chino; en caso necesario y
dependiendo de su empleo futuro podían llegar incorporar alguna otra lengua.
Ansiaba
vivir el momento en que mis padres me llevarían a mi tercera inoculación, al
Centro de Gestión e Implantación. Iba a ser mañana, el mismo día de mi décimo
cumpleaños. La sensación de dominio de tantas materias al mismo tiempo era deslumbrante;
ya había pasado dos veces por una experiencia similar.
Me
levanté temprano, no había dormido bien pensando en el gran día. El
procedimiento a seguir en esta fase sería diferente de las anteriores que
habían sido muy sencillas y rápidas. No me dieron detalles con antelación, supe
algo acerca de ella momentos antes de empezar la intervención. Cuando llegamos
al Centro, abracé emocionado a mis padres y me despedí.
Me
llevaron a una sala insonorizada y me fueron explicando las etapas de esta inoculación,
cosa que pude escuchar durante tan solo los primeros minutos, después me
desvanecí. Este proceso requería permanecer unas horas en «hibernación» así que
me introdujeron en una cápsula donde permanecí hasta una vez concluido el
trabajo.
—Jacobo,
los conocimientos irán apareciendo en tu mente de manera paulatina, en cuestión
de 24 horas —afirmó el facultativo—. Permanece tranquilo y relajado, es
importante que lo hagas. Mañana comprobaremos si se ha completado y en qué
grado.
Un
muchacho esbelto y de inteligente mirada surgió de entre la luz; era Jacobo. Un
ser «completo», sí, más el exceso de sabiduría había invadido su espacio
cerebral y erradicado valores imprescindibles para la vida. Jacobo había extraviado
lo más intrínseco del ser: la condición de HUMANO.
©
Caleti Marco
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