jueves, 2 de febrero de 2023

Amantes de mis cuentos: Un oso hambriento

 



Todo comenzó tras una comilona en la que habíamos degustado un pavo, una ensalada de patatas, remolacha, arándanos, zanahoria y una tarta de chocolate y coco. Quedamos tan rellenos como lo estuvo el pavo.

Sentí un ruido y la cabeza de un oso asomó tras el cristal de la ventana. Estaba tan flaco que se le marcaban todas las costillas. Fíjate en el ojo izquierdo. Está tuerto, señaló mi marido. Ese ha recibido una perdigonada de algún cazador.

Dejamos de ver la cabeza que se fue cayendo poco a poco. Abrí la ventana y allí estaba tumbado sobre la nieve. A su lado una liebre miraba asombrada y una lechuza posada en una rama atisbaba el suelo, al acecho de algún ratón.

Con el palo de la escoba le toqué y se estremeció. Solo ese signo de vida. Recogí todas las sobras en un cubo y con cuidado lo bajé mediante una cuerda a través de la ventana. Se posó muy cerca de aquella cabeza de gran tamaño, el cubo casi rozaba una de sus pequeñas y redondeadas orejas, la de la derecha. El viento traído por las nubes era cálido. Olfateó la comida y le temblaron las ventanas de la nariz. Abrió sus pequeños ojos, me miró y emitió un chasquido con la lengua.

¡Come oso grande!, era mi hijo de cinco años que se había subido a una silla.

—Háblale alto —le animó su padre.

Con su voz de pito gritó:

¿Quieres que mi mamá te dé un besito en el ojo? Así me cura mis rasguños. ¡Anda, come! Mi papá me ha dicho que este invierno va a ser muy duro y más te vale estar alimentado.

Como si hubiese entendido lo que le estaba diciendo se sentó sobre el trasero y en un santiamén lo comió todo. Quería más porque tomó entre sus fuertes mandíbulas el asa del cubo y lo pasó por la ventana.  

Mi hijo del susto se cayó de la silla. Y mi marido alabó la inteligencia de aquel oso que desde entonces viene todos los días a la misma hora a darse un banquete con nuestras sobras.

© Marieta Alonso Más

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