Todo comenzó tras una
comilona en la que habíamos degustado un pavo, una ensalada de patatas,
remolacha, arándanos, zanahoria y una tarta de chocolate y coco. Quedamos tan
rellenos como lo estuvo el pavo.
Sentí un ruido y la cabeza de
un oso asomó tras el cristal de la ventana. Estaba tan flaco que se le marcaban
todas las costillas. Fíjate en el ojo izquierdo. Está tuerto, señaló mi marido.
Ese ha recibido una perdigonada de algún cazador.
Dejamos de ver la cabeza que
se fue cayendo poco a poco. Abrí la ventana y allí estaba tumbado sobre la
nieve. A su lado una liebre miraba asombrada y una lechuza posada en una rama
atisbaba el suelo, al acecho de algún ratón.
Con el palo de la escoba le
toqué y se estremeció. Solo ese signo de vida. Recogí todas las sobras en un
cubo y con cuidado lo bajé mediante una cuerda a través de la ventana. Se posó
muy cerca de aquella cabeza de gran tamaño, el cubo casi rozaba una de sus
pequeñas y redondeadas orejas, la de la derecha. El viento traído por las nubes
era cálido. Olfateó la comida y le temblaron las ventanas de la nariz. Abrió
sus pequeños ojos, me miró y emitió un chasquido con la lengua.
¡Come oso grande!, era mi
hijo de cinco años que se había subido a una silla.
—Háblale alto —le animó su
padre.
Con su voz de pito gritó:
¿Quieres que mi mamá te dé un
besito en el ojo? Así me cura mis rasguños. ¡Anda, come! Mi papá me ha dicho que este
invierno va a ser muy duro y más te vale estar alimentado.
Como si hubiese entendido lo
que le estaba diciendo se sentó sobre el trasero y en un santiamén lo comió
todo. Quería más porque tomó entre sus fuertes mandíbulas el asa del cubo y lo
pasó por la ventana.
Mi hijo del susto se cayó de
la silla. Y mi marido alabó la inteligencia de aquel oso que desde entonces
viene todos los días a la misma hora a darse un banquete con nuestras sobras.
© Marieta Alonso Más
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