viernes, 3 de febrero de 2023

Amantes de mis cuentos: Beber los vientos por...



 



Lo decidí a mis casi cuarenta años cuando me convencí que por muchas pócimas que tomara, por muchos tratamientos que hiciera, por muchos médicos que visitara, nunca podría tener hijos.

A mi marido lo único que le interesaba era que yo fuera feliz, eso decía, pero yo sé que le encantaban los niños, que sería un gran padre. Y firmamos cuanto papel nos pusieron por delante. Pasado un tiempo nos dieron en adopción a una niña preciosa. No llegaba al año.

Le puse el nombre de Vega, precioso nombre que siempre había dicho que así se llamaría mi primera hija. Mi marido estuvo de acuerdo a regañadientes, él hubiera preferido inscribirla como Almudena. Para consolarle le prometí que se lo pondríamos a la segunda.

—¿Cuántas vamos a tener?

—Una docena —contesté con voz soñadora.

Se dejó caer en un banco, cerró los ojos, se rascó la cabeza y como si se le hubiese encendido de repente una bombilla, exclamó: Creo que lo mejor, lo más apropiado para Vega sería llamarla «Piojillo».

—Estás muy tonto —bufé bien enfadada— con el asco que me dan esos bichos. ¿Por qué dices eso?

Tomó en brazos a mi niña, dejando bien claro que también era suya. Me miró con ese brillo socarrón de sus ojos claros, el que me pone de los nervios, y como si nunca hubiera roto un plato, habló así a la pequeña:

—Piojillo, piojillo mío, siempre has estado en la cabeza de mamá.

 

© Marieta Alonso Más

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