sábado, 19 de agosto de 2023

Liliana Delucchi: Cuestión de pies

 


Cuando le conté a Raquel, mi compañera de pensión, que el dinero que ganaba en la mercería apenas alcanzaba para pagar ese mísero cuartucho, me habló sobre otras formas de incrementar los ingresos. Ella practicaba cierta profesión desde hacía un tiempo y nunca le habían pedido referencias.

No estaba mal bailar y dar conversación un par de noches a la semana. La charla tampoco tiene que ser muy interesante, acotó, basta con que sepas escuchar. Esos señores quieren sobre todo una oreja dispuesta a atender extensos monólogos que versan sobre su éxito personal. Es cierto que también están los que abusan un poco del alcohol y se ponen melancólicos, con esos tienes que tener la paciencia de una maestra de parvulario cuando el niño se pone caprichoso.

Así que, un martes, al regresar del trabajo me lavé y fui a golpear la puerta de la habitación de Raquel. Ella ya había preparado un vestido, collar, chal y pulseras para adecentar mi indumentaria. La verdad es que tenemos la misma talla, a excepción de los zapatos, ya que calza un número menos que yo. Resistiré, me dije, y partimos hacia nuestro destino.

El local estaba abarrotado de hombres trajeados y mujeres que lucían sus mejores galas. En mi pueblo no sé de la existencia de locales como ese, es probable que los haya, pero seguro que la concurrencia no va así de acicalada.

Después de bailar un par de piezas, me senté a una mesa que compartía con un señor un poco entrado en carnes que movió la cabeza en señal de saludo. Era agradable, aunque no muy conversador. Como vi que movía los pies, le pregunté si quería bailar. Se negó con una disculpa que imagino elegante, porque no llegué a oír, y se puso de pie. Al verlo caminar en dirección a la salida me sentí realmente mal. Mi primer día iba a ser un fracaso.

Esperé un rato más para ver si mi suerte cambiaba, pero entre el cansancio de tantas horas en la tienda y el calzado de Raquel una talla más pequeña, resolví volver a casa. Esa noche mi salario no se incrementaría.

Una constante llovizna me recibió al salir y, temerosa de arruinar los zapatos prestados, me los quité y pude sentir el frescor de un charco de agua que me llegaba casi hasta los tobillos. Cuál sería mi sorpresa cuando vi, sentado en las escaleras que iban desde la puerta del local hasta la acera, a mi compañero de mesa.

—¿A ti también te duelen los pies? —preguntó al ver que llevaba los tacones en la mano. El pobre hombre se había descalzado y movía los dedos como si fueran un abanico.

Me senté a su lado bajo la tenue luz de una farola que mostraba los hilos de agua que poco a poco nos iban calando.

—Por cierto, soy Pedro y mi problema son los juanetes.

—Inmaculada —respondí.— Estos zapatos son de una amiga y me están pequeños.

Reímos. También para él era la primera vez en un local como ese y se sentía tan fuera de lugar como yo. Así que decidimos celebrar nuestro fiasco en el cabaret con unas botellas de champán que pidió al portero.

Descalzos, jugábamos a tocar el piano con los dedos de los pies sobre las baldosas, en tanto la lluvia había cesado y nos abrigaba una niebla espesa. Me contó su vida, yo la mía y un poco borrachos nos pusimos a cantar.

Clareaba cuando su coche se detuvo ante la puerta de mi pensión. No volvimos a vernos. Cuando años más tarde descubrí la foto de su boda en la sección de sociedad del periódico, no pude dejar de pensar en esos juanetes camino del altar.

© Liliana Delucchi

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