jueves, 19 de octubre de 2023

Liliana Delucchi: Desconcierto

 



Cuando llegó, quedó asombrada ante esa construcción con pretensiones. Alguna vez habría sido una casa solariega, pero en ese momento estaba un poco venida abajo. No importa, se dijo Margarita, con el dinero que me han dejado mis padres podremos restaurarla. Las propietarias eran unas mellizas solteronas, primas lejanas de su madre, que a partir de ese momento se convertían en sus tutoras hasta los veintiún años.

Casi no había visto a esas mujeres altas, flacas y arrugadas que a la joven le recordaban troncos a punto de secarse; sus narices ganchudas caían sobre un rictus con ansias de sonrisa de bienvenida. Es probable que en alguna ocasión les hicieran una visita. Sin embargo, por mucho que buscara, la memoria de Margarita no podía recordar a esos personajes junto al árbol de navidad ni sentadas a la mesa del que fuera su hogar. ¿Quién sabe por qué mamá las eligió? ¿No había nadie más?

Las obras comenzaron en cuanto llegó el dinero y lo que más entusiasmó a la heredera fue el diseño del jardín. Siempre había vivido rodeada de flores y las mellizas tuvieron a bien dejarle elegir un jardinero y entretenerse con los parterres.

Si Margarita hubiese sabido el significado de la palabra condescendencia, es probable que la hubiera visto en las miradas de sus tías, pero su orfandad se extendía a cualquier conocimiento fuera de los límites de su casa, manifestándose en un exiguo vocabulario carente de matices.

El vergel alrededor de esa nueva residencia la animaba a largos paseos. Se detenía siempre en los canteros con las flores que llevaban su nombre. Allí se sentaba en un banco a contemplar la tarde con ese aire de lejana inocencia que da la estupidez.

Todo cambió durante un almuerzo. Sus tutoras habían invitado a comer a una joven pariente que la deslumbró. Catalina no solo era hermosa, su voz tenía el ritmo del aleteo de los ángeles. Cuando quería acentuar alguna parte de su discurso, parpadeaba como si en vez de pestañas tuviese abanicos. A partir de esa comida, Margarita solo tuvo un sueño: Ser como ella. Sin embargo, cuando quiso organizar otro encuentro con Catalina, uno de los cuervos le respondió que no era buena idea, ya que no solo era bastante ajena a la familia, sino que no hacía más que mirarse el ombligo.

Frustrada y conteniendo las lágrimas, la joven se retiró a su cuarto y se negó a cenar. A pesar de sus lloriqueos, no consiguió que las madrastras de Blancanieves cambiaran de actitud y reanudó sus paseos por el parque.

El sol empezaba a esconderse detrás de los cipreses cuando una de las tías salió en su busca. La hora de cenar estaba cerca y la joven no aparecía por ningún sitio. La encontró sentada en el banco junto a las margaritas. Con las piernas abiertas, el vestido de algodón floreado subido hasta debajo del corpiño, la joven miraba su vientre y… ¡Se lo tocaba!

El cuervo número uno llamó al número dos y no solo aparecieron ellas sino que llevaron consigo a la caballería, la servidumbre en pleno.

El desconcierto embargó a Margarita cuando la encerraron en su habitación y días más tarde la subieron a un coche para depositarla, junto con su equipaje, en un convento.

Las monjas eran amables y ella, de momento, solo tenía que cumplir con los rezos y ocuparse del jardín. Su vida tampoco había cambiado tanto…

Las mellizas no iban a verla, así que el día que le dijeron que tenía una visita, se sorprendió al ver a Catalina.

—¡Dios mío, querida! ¿Por qué te han traído aquí? —Preguntó una atribulada Catalina cogiendo las manos de Margarita.

—No te preocupes, estoy bien —contestó la joven emocionada—, las hermanas son muy buenas y todas las noches, cuando me encierran en mi celda puedo hacer lo que tú sin que nadie me regañe.

Catalina enarcó las cejas sin lograr comprender, interrogándola sobre a qué se refería. Dejó caer su bolso cuando escuchó la respuesta:

—Mirarme el ombligo.

© Liliana Delucchi

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