Cuando llegó, quedó asombrada
ante esa construcción con pretensiones. Alguna vez habría sido una casa
solariega, pero en ese momento estaba un poco venida abajo. No importa, se dijo
Margarita, con el dinero que me han dejado mis padres podremos restaurarla. Las
propietarias eran unas mellizas solteronas, primas lejanas de su madre, que a
partir de ese momento se convertían en sus tutoras hasta los veintiún años.
Casi no había visto a esas
mujeres altas, flacas y arrugadas que a la joven le recordaban troncos a punto
de secarse; sus narices ganchudas caían sobre un rictus con ansias de sonrisa
de bienvenida. Es probable que en alguna ocasión les hicieran una visita. Sin
embargo, por mucho que buscara, la memoria de Margarita no podía recordar a
esos personajes junto al árbol de navidad ni sentadas a la mesa del que fuera
su hogar. ¿Quién sabe por qué mamá las eligió? ¿No había nadie más?
Las obras comenzaron en cuanto
llegó el dinero y lo que más entusiasmó a la heredera fue el diseño del jardín.
Siempre había vivido rodeada de flores y las mellizas tuvieron a bien dejarle
elegir un jardinero y entretenerse con los parterres.
Si Margarita hubiese sabido
el significado de la palabra condescendencia, es probable que la hubiera visto
en las miradas de sus tías, pero su orfandad se extendía a cualquier
conocimiento fuera de los límites de su casa, manifestándose en un exiguo
vocabulario carente de matices.
El vergel alrededor de esa
nueva residencia la animaba a largos paseos. Se detenía siempre en los canteros
con las flores que llevaban su nombre. Allí se sentaba en un banco a contemplar
la tarde con ese aire de lejana inocencia que da la estupidez.
Todo cambió durante un
almuerzo. Sus tutoras habían invitado a comer a una joven pariente que la
deslumbró. Catalina no solo era hermosa, su voz tenía el ritmo del aleteo de
los ángeles. Cuando quería acentuar alguna parte de su discurso, parpadeaba
como si en vez de pestañas tuviese abanicos. A partir de esa comida, Margarita
solo tuvo un sueño: Ser como ella. Sin embargo, cuando quiso organizar otro
encuentro con Catalina, uno de los cuervos le respondió que no era buena idea,
ya que no solo era bastante ajena a la familia, sino que no hacía más que
mirarse el ombligo.
Frustrada y conteniendo las
lágrimas, la joven se retiró a su cuarto y se negó a cenar. A pesar de sus
lloriqueos, no consiguió que las madrastras de Blancanieves cambiaran de
actitud y reanudó sus paseos por el parque.
El sol empezaba a esconderse
detrás de los cipreses cuando una de las tías salió en su busca. La hora de
cenar estaba cerca y la joven no aparecía por ningún sitio. La encontró sentada
en el banco junto a las margaritas. Con las piernas abiertas, el vestido de
algodón floreado subido hasta debajo del corpiño, la joven miraba su vientre y…
¡Se lo tocaba!
El cuervo número uno llamó al
número dos y no solo aparecieron ellas sino que llevaron consigo a la
caballería, la servidumbre en pleno.
El desconcierto embargó a
Margarita cuando la encerraron en su habitación y días más tarde la subieron a
un coche para depositarla, junto con su equipaje, en un convento.
Las monjas eran amables y
ella, de momento, solo tenía que cumplir con los rezos y ocuparse del jardín.
Su vida tampoco había cambiado tanto…
Las mellizas no iban a verla,
así que el día que le dijeron que tenía una visita, se sorprendió al ver a
Catalina.
—¡Dios mío, querida! ¿Por qué
te han traído aquí? —Preguntó una atribulada Catalina cogiendo las manos de
Margarita.
—No te preocupes, estoy bien
—contestó la joven emocionada—, las hermanas son muy buenas y todas las noches,
cuando me encierran en mi celda puedo hacer lo que tú sin que nadie me regañe.
Catalina enarcó las cejas sin
lograr comprender, interrogándola sobre a qué se refería. Dejó caer su bolso
cuando escuchó la respuesta:
—Mirarme el ombligo.
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