viernes, 29 de diciembre de 2023

Cristina Vázquez: Allá arriba

 



Para Lucía T. que le gustan los finales felices


Curro era un hombre viejo. Había sido pastor de cabras y después modesto campesino de un pequeño terreno que entró a formar parte de una finca más grande en una renovación agraria. El nuevo propietario fue mi abuelo que dejó a Curro su cultivo y le contrató para que vigilara la finca y la casa cuando no estuviéramos ahí.

Era un hombre sin edad. Recordaba a un pedazo de cuero de lo curtido que le habían vuelto tantas décadas al sol y al aire. A lo mejor no llegaba a los sesenta cuando entró en nuestras vidas, pero siempre me pareció muy viejo. De pequeña estatura, flaco como una rama seca, desprendía una agilidad de felino. Daba la impresión de que no desperdiciaba ni un gramo de energía en una acción inútil.

Mi abuelo Jerónimo no sería mucho mayor que él, pero a mí me parecía distinto, como si en él se fraguara el tiempo y le viera envejecer, mientras que Curro hubiera alcanzado un fragmento de eternidad que lo volvía inmutable. Al menos tres veces por semana se sentaban los dos a la caída de la tarde en el porche que daba a norte en verano y en invierno en la galería del sur. Con una mesa y una limonada por medio empezaba un diálogo que me resultaba fascinante, aunque no entendiera de lo que hablaban, pues el hombre muchas veces emitía pequeños sonidos de afirmación o gruñidos desaprobatorios sin pronunciar palabra. También inmutable en su vestimenta: El sombrero en la mano que no soltaba nunca, un pantalón de pana marrón y una chaqueta de la que le asomaban tímidamente las manos de larga que le quedaban las mangas.

El contraste era enorme, de hecho, en muchos de mis cuadros he reproducido esta escena que guardé en mi retina infantil como una de las situaciones fascinantes. El abuelo era un hombre de carácter fuerte, al que no le gustaba que le contrariasen. Un hombre importante al que todos le trataban con una mezcla de temor y respeto. Aunque con sus nietos se ablandó, una mirada suya podía dejarte pinchado como una mariposa de la colección que tenía. Pero con Curro algo en él se calmaba y podía pasar el tiempo sin impacientarse ni tener ningún signo de irritación. Siempre afirmaba que aprendía mucho de él. Era un hombre sabio, declaraba con admiración.

La familia estaba pasmada y feliz de que pasara ese tiempo entretenido y relajado. Esas entrevistas no dejaba presenciarlas a nadie, excepto a mí que, al ser un niño silencioso y quizás su nieto preferido, me dejaba pulular alrededor de ellos. Muchas veces me sentaba entre los dos mirándolos alternativamente sin comprender mucho de qué hablaban ni interpretar los ruidos guturales de Curro.

Un verano en la que los destellos morados del atardecer tenían ya el presentimiento del otoño, Curro apareció vestido de negro, como para una boda, afirmó muy serio. Se sentó con parsimonia y señaló el cielo.

—Ahí va mi nieto, don Jerónimo —anunció a mi abuelo con la mano alzada.

—¿A dónde? —inquirió.

Pues de aquí para allá, contestó agarrado al ala del sombrero. Y como si le hubieran dado cuerda empezó a relatar que su chico se estaba haciendo piloto. Se metió en el ejército y ahí estaba para arriba, y la mano trepaba por el espacio, para abajo, y casi tocaba el suelo. El orgullo y la animación con que ese hombre contaba el hacer de su nieto no lo he olvidado nunca.

—Yo nunca me subiré en esos bichos —afirmó Curro rotundo—. Nunca.

Bastante difícil era la vida en la tierra, dio un sorbo a la limonada, como para liarla allá arriba. Y el mareo, y ver las cosas de tan lejos con todo ese aire por debajo. Nunca. Pero el chico, subió los hombros, el chico era un valiente y va volando como vuelan los ángeles. Eso, bajó la voz, eso, don Jerónimo hay que celebrarlo. Por eso hoy me he vestido así. Luego entendí el valor del rito, de dar un sentido sagrado a las cosas.

Mi abuelo le dio la enhorabuena y a partir de ese momento cada vez que un avión cruzaba el cielo, él con absoluta naturalidad y certeza señalaba con el dedo hacia arriba.

—No para de ir y venir —sentenciaba con los ojos cerrados—. Ojalá no esté muy cansado porque son muchos los aviones que conduce.


© Cristina Vázquez

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