miércoles, 13 de diciembre de 2023

Malena Teigeiro: El viajante

 



Esa mañana como una de cada siete, Marcial cerró la puerta de casa y se fue al aeropuerto. Después de mostrar el billete, dejó el maletín en la cinta del scaner, y luego de pasar por el arco, la recogió. Caminó durante varios minutos por la T4 y al llegar a su puerta, se sentó a esperar la salida del avión. Cuando la señorita se colocó en la puerta de salida, al lado del mostrador, él, como siempre hacía, le entregó el billete. Después, atravesó el finger hasta entrar en la aeronave. También como siempre, cada siete días, una amable azafata con voz de cinta mecánica, le dio los buenos días, miró su billete y le indicó: Al fondo a la derecha, en la penúltima fila.

Esa era su vida. Eso sucedía cada siete días. Daba igual que se hubiera casado la víspera, que su mujer estuviera a punto de dar a luz, que su hijo se encontrara enfermo... Daba igual.

Sin ningún tipo de expresión, colocó el maletín en el portamaletas que parecía esperarlo con la boca abierta, como si quisiera tragárselo. Acomodado en el sillón, por primera vez, pensó en que ya llevaba veinte años trabajando en aquella empresa como técnico encargado en países extranjeros. Recordó las palabras de su hermano golpeándole la espalda: Claro, cómo no te iban a dar ese trabajo. ¡Si hablas seis idiomas! Al parecer él le daba más importancia a que supiera seis idiomas que al hecho de aprenderlos. ¿No querrías que también te dieran un empleo de ingeniero?, continuó con una sonrisa sarcástica. Pero es que él era casi ingeniero, hubiera querido contestarle, pero no se atrevió a hacerlo.

Por aquel entonces eran malos tiempos para su familia. Su padre había fallecido en un accidente de coche, y su madre sólo sabía llevar la casa. Todo esto le obligó a buscar un trabajo sin haber terminado los estudios. La empresa era buena y grande, le dijo el amigo de la familia que se lo facilitó, y cuando termines la carrera podrás cambiar de puesto.

Y él entró a trabajar contento. Al principio, conocer otros países, gentes de manera de ser diferente, con otras costumbres, otras culturas, le emocionó. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que no tenía tiempo para nada. No podía salir con sus compañeros de universidad, los estudios se fueron quedando atrás y su carrera sin terminar. Qué envidia sintió cuando vio a su hermano recoger su diploma de médico. Ahora era su momento, decidió. Su hermano podía ayudar a su madre y él continuar con sus estudios. Pero el país seguía mal y su hermano se fue a trabajar a Inglaterra donde le pagaban muy bien. Te ayudaré, le dijo golpeándole de nuevo la espalda. Pero al principio con los gastos de instalarse no pudo hacerlo, y después se enamoró de una linda enfermera inglesa con la que pudo tener la nacionalidad y optar a puestos mejores. Nunca volvió a hablar de ayudarlo.

Una noche al entrar en casa, su madre lo esperaba en el comedor con la cena preparada. Como siempre, su horrorosa sopa de verduras, la exquisita merluza hervida con mahonesa, y el jugoso flan. Sin embargo, ese día además de ella, sentada a la mesa estaba una joven que al verlo bajó los ojos avergonzada. Conchita, así se llamaba, era maestra. También era muy guapa, algo apocada y preparaba oposiciones para trabajar en un colegio. Te conviene, le susurró su madre. Pronto tendrá un puesto fijo. Es educada, y no está acostumbrada a lujos ni a zascandilear por ahí. Tampoco tendrías que buscar casa, porque si os quedáis a vivir conmigo, yo podría echaros una mano cuando tengáis hijos. Así los dos podréis ir a trabajar tranquilos. Y por lo poco que habló con ella durante la cena, le pareció simpática.

Casi no se conocían cuando, aprovechando unas vacaciones, se casó con ella. Eso sí, tuvo que suspender el viaje de novios y salir al día siguiente para la India. Había que resolver un problema de manera urgente. Su matrimonio transcurría tranquilo, sin problemas ni emociones. Él de viaje y ella estudiando. Al fin Conchita sacó partido a sus soledades y no mucho después, aprobó las oposiciones. El día que juró su cargo, él había tenido que viajar con urgencia a Brasil. Y eso que había avisado que quería quedarse con su mujer. Daba igual. Tuvieron un hijo, luego otro, y más tarde el tercero. Y tal como ella predijo, su madre los cuidaba con esmero y cariño. Cuando llegaron los dos primeros, él se encontraba en Colombia, y con el tercero estuvo de milagro: del paritorio tuvo que salir para Canadá. No muchos años más tarde falleció su madre. De un infarto. Se enteró cuando llegó cuatro días después de haberla enterrado. Conchita, siempre tan servicial, sabiendo de su imposibilidad de llegar a tiempo desde China, no le dijo nada. Tampoco sabía dónde buscarte, le comentó llorando a lágrima viva. A partir de entonces, el papel de su madre lo ocupó la de Conchita, que hacía poco también se había quedado viuda. Era una mujer amable, cariñosa. Él apenas notó la diferencia.

Los ruidos de los motores le hicieron volver a la realidad. Giró la cabeza hacia la ventanilla. Vio pasar los edificios del aeropuerto, después los campos. Percibió que se elevaba, que dejaba el cielo azul y que entraba en la oscuridad de la noche. Ya daba igual, pensó. Apoyó la cabeza en el respaldo e intentó dormir.


© Malena Teigeiro

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